El beato Duns Scoto y Inmaculada Concepción

En los tiempos de Duns Scoto la mayoría de los teólogos oponía una objeción, que parecía insuperable, a la doctrina según la cual María santísima estuvo exenta del pecado original desde el primer instante de su concepción: de hecho la universalidad de la redención que realiza Cristo, a primera vista, podía parecer comprometida por una afirmación semejante, como si María no hubiera necesitado a Cristo y su redención. Por esto, los teólogos se oponían a esta tesis. Duns Scoto, para que se comprendiera esta preservación del pecado original, desarrolló un argumento que más tarde adoptará también el beato Papa Pío IX en 1854, cuando definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Y este argumento es el de la «redención preventiva», según el cual la Inmaculada Concepción representa la obra maestra de la redención realizada por Cristo, porque precisamente el poder de su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuera preservada del pecado original. Por tanto, María es totalmente redimida por Cristo, pero ya antes de la concepción. Los franciscanos, sus hermanos, acogieron y difundieron con entusiasmo esta doctrina, y otros teólogos —a menudo con juramento solemne— se comprometieron a defenderla y a perfeccionarla.


Teólogos de valía, como Duns Scoto acerca de la doctrina sobre la Inmaculada Concepción, han enriquecido con su específica contribución de pensamiento lo que el pueblo de Dios ya creía espontáneamente sobre la Virgen santísima, y manifestaba en los actos de piedad, en las expresiones del arte y, en general, en la vida cristiana. Así, la fe, tanto en la Inmaculada Concepción como en la Asunción corporal de la Virgen, ya estaba presente en el pueblo de Dios, mientras que la teología todavía no había encontrado la clave para interpretarla en la totalidad de la doctrina de la fe. Por tanto, el pueblo de Dios precede a los teólogos y todo esto gracias a ese sobrenatural sensus fidei, es decir, a la capacidad infusa del Espíritu Santo, que habilita para abrazar la realidad de la fe, con la humildad del corazón y de la mente.