Beato Pablo VI - Catequesis sobre las Indulgencias

Es necesario para la plena remisión y reparación de los pecados no sólo restaurar la amistad con Dios por medio de una sincera conversión de la mente, y expiar la ofensa inflingida a su sabiduría y bondad, sino también restaurar plenamente todos los bienes personales, sociales y los relativos al orden universal, destruidos o perturbados por el pecado, bien por medio de una reparación voluntaria, que no será sin sacrificio, o bien por medio de la aceptación de las penas establecidas por la justa y santa sabiduría divina, para que así resplandezca en todo el mundo la santidad y el esplendor de la gloria de Dios. 



La doctrina del purgatorio sobradamente demuestra que las penas que hay que pagar o las reliquias del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho frecuentemente permanecen, después de la remisión de la culpa; pues en el purgatorio se purifican, después de la muerte, las almas de los difuntos que "hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las faltas de omisión". 

Todos los hombres que peregrinan por este mundo cometen por lo menos las llamadas faltas leves y diarias, y, por ello, todos están necesitados de la misericordia de Dios "para verse libres de las penas debidas por los pecados. 

Por arcanos y misericordiosos designios de Dios, los hombres están vinculados entre sí por lazos sobrenaturales, de suerte que el pecado de uno daña a los demás, de la misma forma que la santidad de uno beneficia a los otros. De esta suerte, los fieles se prestan ayuda mutua para conseguir el fin sobrenatural. 

Los fieles, siguiendo las huellas de Cristo, siempre han intentado ayudarse mutuamente en el camino hacia el Padre celestial, por medio de la oración, del ejemplo de los bienes espirituales y de la expiación penitencial; cuanto mayor era el fervor de su caridad con más afán seguían los pasos de la pasión de Cristo, llevando su propia cruz como expiación de sus pecados y de los ajenos, teniendo por seguro que podían favorecer sus hermanos ante Dios, Padre de las misericordias, en la consecución de la salvación. Este es el antiquísimos dogma de la comunión de los santos, según el cual la vida de cada uno de los hijos de Dios, en Cristo y por Cristo, queda unida con maravilloso vínculo a la vida de todos los demás hermanos cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, formando corno una sola mística persona. 

La Iglesia, consciente desde un principio de estas verdades, inició diversos caminos para aplicar a cada fiel los frutos de la redención de Cristo, y para que los fieles se esforzaran en favor de la salvación de sus hermanos; y para que de esta suerte todo el cuerpo de la Iglesia estuviera edificado en justicia y santidad para la venida del reino de Dios, cuando Dios lo será todo en todos. Los mismos Apóstoles exhortaban a sus discípulos a orar por la salvación de los pecadores (Cf. St 5, 16 1Jn 5, 16); una antiquísima costumbre de la Iglesia ha conservado este modo de hacer, especialmente cuando los penitentes suplicaban la intercesión de toda la comunidad, y los difuntos eran ayudados con sufragios, especialmente con la ofrenda del sacrificio eucarístico. También las obras buenas, sobre todo las más dificultosas para la fragilidad humana eran ofrecidas a Dios de antiguo en la Iglesia por la salvación de los pecadores. Dado que los sufrimientos que, por la fe y la ley de Dios, soportaban los mártires eran estimados en gran manera, los penitentes les solían rogar, para, ayudados con sus méritos, alcanzar más rápidamente la reconciliación de parte de los Obispos. Pues las oraciones y buenas obras de los justos eran tan estimadas que se tenía la certeza de que el penitente quedaba lavado, limpio y redimido con la ayuda de todo el pueblo cristiano. 

En esto los fieles no creían que actuaban solamente con sus fuerzas en favor de la de los pecados de los demás hermanos, sino que se creía que la Iglesia, como cuerpo unido a Cristo, su cabeza, era la que satisfacía en cada uno de los miembros. 

El uso de las indulgencias, propagado poco a poco, fue un acontecimiento notable en la historia de la Iglesia, cuando los Romanos Pontífices decretaron que ciertas obras oportunas para el bien común de la Iglesia "se podían tomar como penitencia general" y que concedían a los fieles "verdaderamente arrepentidos y confesados" y que hubieran realizado estas obras "por la misericordia de Dios omnipotente y... apoyados en los méritos y autoridad de sus Apóstoles", "con la plenitud de la potestad apostólica" "el perdón, no sólo pleno y amplio, sino completísimo, de todos sus pecados". Porque "el unigénito Hijo de Dios... adquirió un tesoro para la Iglesia militante.,. Y este tesoro... lo confió a de Pedro, clavero del cielo, y a sus sucesores, sus vicarios en la tierra, para distribuirlo saludablemente a los fieles, y por motivos justos y razonables, para ser aplicado a la remisión total o parcial de la pena temporal debida por los pecados, tanto de forma general como especial (según les pareciera voluntad de Dios) a los fieles verdaderamente arrepentidos y confesados. 

El fin que se propone la autoridad eclesiástica en la concesión de las indulgencias consiste no sólo en ayudar a los fieles a lavar las penas debidas, sino también incitarlos a realizar obras de piedad, penitencia y caridad, especialmente aquellas que contribuyen al incremento de la fe y del bien común. 

Y cuando los fieles ganan las indulgencias en sufragio de los difuntos, realizan la caridad de la forma más eximia, y al pensar en las cosas sobrenaturales trabajan con más rectitud en las cosas de la tierra. 

Los fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no pueden expiar sólo con sus fuerzas al mal que se han infligido al pecar, a sí mismos y a toda la comunidad, y por ello son movidos a una humildad saludable. 

Además, el uso de las indulgencias demuestra la íntima unión con que estamos vinculados a Cristo, y la gran importancia que tiene para los demás la vida sobrenatural de cada uno, para poder estar más estrecha y fácilmente unidos al Padre. 

Además, las indulgencias aumentan la confianza y la esperanza de una plena reconciliación con Dios Padre, no dando tregua al abandono ni permitiendo descuidar el cultivo de las disposiciones requeridas para una plena comunión con Dios. Pues las indulgencias, a pesar de ser beneficios gratuitos, solamente se conceden, tanto a los vivos como a los difuntos, una vez cumplidas ciertas condiciones, requiriéndose para ganarlas, bien que se hayan llevado a cabo las obras buenas prescritas, bien que el fiel esté dotado de disposiciones debidas, es decir, que ame a Dios, deteste los pecados, tenga confianza en los méritos de Cristo y crea firmemente que la comunión de los santos le es de gran utilidad. 

Las indulgencias confirman también la supremacía de la caridad en la vida cristiana. Pues no se pueden ganar sin una sincera metánoia y unión con Dios, a lo que se suma el cumplimiento de las obras prescritas. 

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