La Misión Continental persigue una meta clara: una Iglesia en que todos sus miembros sean misioneros, y sus comunidades y estructuras, sean casas y escuelas de misioneros, en las cuales ellos vivan en comunión y se formen, y de las cuales partan, conscientes de ser enviados en misión permanente.
Para la vida del mundo queremos ser y formar misioneros.
Los primeros cristianos experimentaron en sus vidas que «la misión es inseparable del discipulado» (DA 278). Jesucristo llamó a los que Él quiso para que estuvieran con Él y para enviarlos. No podían ser discípulos, sin ser al mismo tiempo misioneros. Son las dos caras de la misma medalla del cristiano (ver DI 3). La fuerza de la misión brota del encuentro con Él, de la sobreabundancia de la gracia que recibimos por Él y junto a Él. «El discípulo, a medida que conoce y ama a su Señor, experimenta la necesidad de compartir con otros su alegría de ser enviado, de ir al mundo a anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado, a hacer realidad el amor y el servicio en la persona de los más necesitados, en una palabra, a construir el Reino de Dios» (DA 144s; ver DI 3 final).