«Cualquier cosa que suceda, Señor, tú que tienes todo en tu mano, y cuyos caminos son justicia y verdad; cualquier cosa que tu hayas decidido para mí...; tú que eres siempre juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré, Señor (...), te amaré aquí, oh Dios mío, y esperaré siempre en tu misericordia, y repetiré siempre tu alabanza... ¡Oh Señor Jesús, tu serás siempre mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivos!»
A sus veinte años Francisco encontró la paz en la realidad radical y liberadora del amor de Dios: amarlo sin pedir nada a cambio y confiar en el amor divino; no preguntar más qué hará Dios conmigo: yo sencillamente lo amo, independientemente de lo que me dé o no me dé. Así encontró la paz y la cuestión de la predestinación —sobre la que se discutía en ese tiempo— se resolvió, porque él no buscaba más de lo que podía recibir de Dios; sencillamente lo amaba, se abandonaba a su bondad. Este fue el secreto de su vida, que se reflejará en su obra más importante: el Tratado del amor de Dios.
«Esta es la regla de nuestra obediencia, que os escribo con letras mayúsculas: hacer todo por amor, nada por la fuerza, amar más la obediencia que temer la desobediencia. Os dejo el espíritu de libertad, ya no el que excluye la obediencia, pues esta es la libertad del mundo; sino el que excluye la violencia, el ansia y el escrúpulo»
No por nada, en el origen de muchos de los caminos de la pedagogía y de la espiritualidad de nuestro tiempo encontramos precisamente las huellas de este maestro, sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni el heroico «caminito» de santa Teresa de Lisieux.
Esta es la maravillosa enseñanza de San Francisco de Sales, uno de los patronos dehonianos.