Los que han de gobernar los Estados pueden ser
elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de
la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga
esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no
se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un
mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer.
Papa León XIII, maestro de la doctrina social de la Iglesia |
El poder viene de Dios
Pero en lo tocante al origen del poder
político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios.
Así lo encuentra la Iglesia claramente atestiguado en las Sagradas
Escrituras y en los monumentos de la antigüedad cristiana. Pero,
además, no puede pensarse doctrina alguna que sea más conveniente a
la razón o más conforme al bien de los gobernantes y de los
pueblos.
Los libros del Antiguo
Testamento afirman claramente en muchos lugares que la fuente
verdadera de la autoridad humana está en Dios:
«Por mí reinan los reyes...; por mí mandan los príncipes, y gobiernan los poderosos de la tierra»(Prov 8,15-16).
Y en otra parte:
«Escuchen ustedes, los que imperan sobre las naciones..., porque el poder les fue dado por Dios y la soberanía por el Altísimo»(Sab 6,3-4).
Lo cual se contiene
también en el libro del Eclesiástico:
«Dios dio a cada nación un jefe»(Eclo 17,14).
Sin embargo, los hombres
que habían recibido estas enseñanzas del mismo Dios fueron
olvidándolas paulatinamente a causa del paganismo supersticioso, el
cual, así como corrompió muchas nociones e ideas de la realidad,
así también adulteró la genuina idea y la hermosura de la
autoridad política. Más adelante, cuando brilló la luz del
Evangelio cristiano, la vanidad cedió su puesto a la verdad, y de
nuevo empezó a verse claro el principio noble y divino del que
proviene toda autoridad. Cristo nuestro Señor respondió al
presidente romano, que se arrogaba la potestad de absolverlo y
condenarlo:
«No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto»(Jn 19,11).
Texto comentado por San
Agustín, quien dice:
«Aprendamos lo que dijo, que es lo mismo que enseñó por el Apóstol, a saber: que no hay autoridad sino por Dios»(Tractatus in Ioannis Evangelium CXVI, 5).
A la doctrina y a los
preceptos de Jesucristo correspondió como eco la voz incorrupta de
los apóstoles. Excelsa y llena de gravedad es la sentencia de San
Pablo dirigida a los romanos, sujetos al poder de los emperadores
paganos: No hay autoridad sino por Dios. De la cual afirmación, como
de causa, deduce la siguiente conclusión: La autoridad es ministro
de Dios(Rom 13,1-4).
De acuerdo con esta
doctrina, instruyó el apóstol San Pablo particularmente a los
romanos. Escribió a éstos acerca de la reverencia que se debe a los
supremos gobernantes, con tan gran autoridad y peso, que no parece
pueda darse una orden con mayor severidad:
«Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores... Que no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten atraen sobre sí la condenación... Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino por conciencia»(Rom 13,1-5).
Y en esta misma línea se
mueve la noble sentencia de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles:
«Por amor del Señor estén sujetos a toda autoridad humana —constituida entre ustedes—, ya al emperador, como soberano, ya a los gobernadores, como delegados suyos, para castigo de los malhechores y elogio de los buenos. Tal es la voluntad de Dios»(1 Pe 2,13-15).
Una sola causa tienen los hombres para no obedecer:
cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural
o al derecho divino. Todas las cosas en las que la ley natural o la
voluntad de Dios resultan violadas no pueden ser mandadas ni
ejecutadas. Si, pues, sucede que el hombre se ve obligado a hacer una
de dos cosas, o despreciar los mandatos de Dios, o despreciar la
orden de los príncipes, hay que obedecer a Jesucristo, que manda dar
al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios(Mt 22,21). A
ejemplo de los apóstoles, hay que responder animosamente:
«Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres»(Hech 5,29).
Sin embargo, los que así obran no pueden ser
acusados de quebrantar la obediencia debida, porque si la voluntad de
los gobernantes contradice a la voluntad y las leyes de Dios, los
gobernantes rebasan el campo de su poder y pervierten la justicia. Ni
en este caso puede valer su autoridad, porque esta autoridad, sin la
justicia, es nula.
Pero para que la justicia sea mantenida en
el ejercicio del poder, interesa sobremanera que quienes gobiernan
los Estados entiendan que el poder político no ha sido dado para el
provecho de un particular y que el gobierno de la república no puede
ser ejercido para utilidad de aquellos a quienes ha sido encomendado,
sino para bien de los súbditos que les han sido confiados.
La Iglesia reconoce y declara que los asuntos propios de la esfera civil se
hallan bajo el poder y jurisdicción de los gobernantes. Pero en las
materias que afectan simultáneamente, aunque por diversas causas, a
la potestad civil y a la potestad eclesiástica, la Iglesia quiere
que ambas procedan de común acuerdo y reine entre ellas aquella
concordia que evita contiendas desastrosas para las dos partes. Por
lo que toca a los pueblos, la Iglesia ha sido fundada para la
salvación de todos los hombres y siempre los ha amado como madre. Es
la Iglesia la que bajo la guía de la caridad ha sabido imbuir
mansedumbre en las almas, humanidad en las costumbres, equidad en las
leyes, y siempre amiga de la libertad honesta, tuvo siempre por
costumbre y práctica condenar la tiranía.
León XIII, Diuturnum
illud, 4-6. 10-12. 19