Queridos jóvenes, ¡vayan con
confianza al encuentro de Jesús! y, como los nuevos santos, ¡no tengan miedo de
hablar de Él! pues Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre
el hombre y su destino. Es preciso que ustedes jóvenes se conviertan en apóstoles
de sus coetáneos. Sé muy bien que esto no es fácil. Muchas veces tendrán la tentación
de decir como el profeta Jeremías: “¡Ah, Señor! Mira que no sé expresarme, que
soy un muchacho” (Jr 1,6). No se desanimen, porque no están solos: el Señor
nunca dejará de acompañarlos, con su gracia y el don de su Espíritu.
Esta presencia fiel del Señor
los hace capaces de asumir el compromiso de la nueva evangelización, a la que
todos los hijos de la Iglesia están llamados. Es una tarea de todos. En ella
los laicos tienen un papel protagonista, especialmente los matrimonios y las
familias cristianas; sin embargo, la evangelización requiere hoy con urgencia
sacerdotes y personas consagradas. Ésta es la razón por la que deseo decir a
cada uno de ustedes, jóvenes: si sientes la llamada de Dios que te dice:
“¡Sígueme!” (Mc 2,14; Lc 5,27), no la acalles. Sé generoso, responde como María
ofreciendo a Dios el sí gozoso de tu persona y de tu vida.
Les doy mi testimonio: yo fui
ordenado sacerdote cuando tenía 26 años. Desde entonces han pasado 56. Al
volver la mirada atrás y recordar estos años de mi vida, les puedo asegurar que
vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al
servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los
hermanos!