Papa Francisco: EL AMOR EN LA FAMILIA
Versión de estudio: Todas las citas (bíblicas, magisteriales y patrísticas) están enlazadas a su versión completa.
6. En el desarrollo del texto,
- comenzaré con una apertura inspirada en las Sagradas Escrituras, que otorgue un tono adecuado. (Capítulo I)
- A partir de allí, consideraré la situación actual de las familias en orden a mantener los pies en la tierra. (Capítulo II)
- Después recordaré algunas cuestiones elementales de la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia, (Capítulo III)
- para dar lugar así a los dos capítulos centrales, dedicados al amor. (Capítulos IV y V)
- A continuación destacaré algunos caminos pastorales que nos orienten a construir hogares sólidos y fecundos según el plan de Dios, (Capítulo VI),
- y dedicaré un capítulo a la educación de los hijos (Capítulo VII).
- Luego me detendré en una invitación a la misericordia y al discernimiento pastoral ante situaciones que no responden plenamente a lo que el Señor nos propone, (Capítulo VIII)
- y por último plantearé breves líneas de espiritualidad familiar. (Capítulo IX)
A LA LUZ DE LA PALABRA (Capítulo I)
30. Ante cada familia se presenta el icono de la familia de Nazaret, con su cotidianeidad hecha de cansancios y hasta de pesadillas, como cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia de Herodes, experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias de prófugos desechados e inermes. Como los magos, las familias son invitadas a contemplar al Niño y a la Madre, a postrarse y a adorarlo (cf. Mt 2,11). Como María, son exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos familiares, tristes y entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón las maravillas de Dios (cf. Lc 2,19.51). En el tesoro del corazón de María están también todos los acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella conserva cuidadosamente. Por eso puede ayudarnos a interpretarlos para reconocer en la historia familiar el mensaje de Dios.
LA MIRADA PUESTA EN JESÚS: VOCACIÓN DE LA FAMILIA (Capítulo III)
62. Los Padres sinodales recordaron que Jesús «refiriéndose al designio primigenio sobre el hombre y la mujer, reafirma la unión indisoluble entre ellos, si bien diciendo que “por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así” (Mt 19,8). La indisolubilidad del matrimonio —“lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6)— no hay que entenderla ante todo como un “yugo” impuesto a los hombres sino como un “don” hecho a las personas unidas en matrimonio [...] La condescendencia divina acompaña siempre el camino humano, sana y transforma el corazón endurecido con su gracia, orientándolo hacia su principio, a través del camino de la cruz. De los Evangelios emerge claramente el ejemplo de Jesús, que [...] anunció el mensaje concerniente al significado del matrimonio como plenitud de la revelación que recupera el proyecto originario de Dios (cf. Mt 19,3)»[Relatio synodi 2014, 14].
El sacramento del matrimonio
73. «El don recíproco constitutivo del matrimonio sacramental arraiga en la gracia del bautismo, que establece la alianza fundamental de toda persona con Cristo en la Iglesia. En la acogida mutua, y con la gracia de Cristo, los novios se prometen entrega total, fidelidad y apertura a la vida, y además reconocen como elementos constitutivos del matrimonio los dones que Dios les ofrece, tomando en serio su mutuo compromiso, en su nombre y frente a la Iglesia. Ahora bien, la fe permite asumir los bienes del matrimonio como compromisos que se pueden sostener mejor mediante la ayuda de la gracia del sacramento [...] Por lo tanto, la mirada de la Iglesia se dirige a los esposos como al corazón de toda la familia, que a su vez dirige su mirada hacia Jesús»[Relatio synodi 2014, 21]. El sacramento no es una «cosa» o una «fuerza», porque en realidad Cristo mismo «mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos (cf. Gaudium et spes, 48). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros»[Catecismo de la Iglesia Católica, 1642]. El matrimonio cristiano es un signo que no sólo indica cuánto amó Cristo a su Iglesia en la Alianza sellada en la cruz, sino que hace presente ese amor en la comunión de los esposos. Al unirse ellos en una sola carne, representan el desposorio del Hijo de Dios con la naturaleza humana. Por eso «en las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero»[Ibíd]. Aunque «la analogía entre la pareja marido-mujer y Cristo-Iglesia» es una «analogía imperfecta»[Catequesis (6 mayo 2015)], invita a invocar al Señor para que derrame su propio amor en los límites de las relaciones conyugales.
Transmisión de la vida y educación de los hijos
80. El matrimonio es en primer lugar una «íntima comunidad conyugal de vida y amor»[Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, 48], que constituye un bien para los mismos esposos[Cf
. Código de Derecho Canónico, c. 1055 § 1], y la sexualidad «está ordenada al amor conyugal del hombre y la mujer»[Catecismo de la Iglesia Católica, 2360]. Por eso, también «los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente»[Catecismo de la Iglesia Católica, 1654]. No obstante, esta unión está ordenada a la generación «por su propio carácter natural»[Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, 48]. El niño que llega «no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento»[Catecismo de la Iglesia Católica, 2366]. No aparece como el final de un proceso, sino que está presente desde el inicio del amor como una característica esencial que no puede ser negada sin mutilar al mismo amor. Desde el comienzo, el amor rechaza todo impulso de cerrarse en sí mismo, y se abre a una fecundidad que lo prolonga más allá de su propia existencia. Entonces, ningún acto genital de los esposos puede negar este significado[Cf. Pablo VI, Carta enc.
Humanae vitae, 11-12], aunque por diversas razones no siempre pueda de hecho engendrar una nueva vida.
EL AMOR EN EL MATRIMONIO (Capítulo IV)
98. Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a los familiares poco formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo contrario: los supuestamente más adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes e insoportables. La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad. Jesús recordaba a sus discípulos que en el mundo del poder cada uno trata de dominar a otro, y por eso les dice: «No ha de ser así entre vosotros» (Mt 20,26). La lógica del amor cristiano no es la de quien se siente más que otros y necesita hacerles sentir su poder, sino que «el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20,27). En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. También para la familia es este consejo: «Tened sentimientos de humildad unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (1 P 5,5).
Amabilidad
99. Amar también es volverse amable, y allí toma sentido la palabra asjemonéi. Quiere indicar que el amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. La cortesía «es una escuela de sensibilidad y desinterés», que exige a la persona «cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar»[Octavio Paz,
La llama doble, Barcelona 1993, 35]. Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables del amor, «todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean»[Tomás de Aquino,
Summa Theologiae II-II, q. 114, a. 2, ad 1]. Cada día, «entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y el respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón»[Catequesis (13 mayo 2015)].
Sin violencia interior
104. El Evangelio invita más bien a mirar la viga en el propio ojo (cf. Mt 7,5), y los cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes vencer por el mal» (Rm 12,21). «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9). Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y, «¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces»[Catequesis (13 mayo 2015)]. La reacción interior ante una molestia que nos causen los demás debería ser ante todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque para esto habéis sido llamados: para heredar una bendición» (1 P 3,9). Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia interior.
Perdón
105. Si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón. La frase logízetai to kakón significa «toma en cuenta el mal», «lo lleva anotado», es decir, es rencoroso. Lo contrario es el perdón, un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona, como Jesús cuando dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Pero la tendencia suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y más maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier error o caída del cónyuge puede dañar el vínculo amoroso y la estabilidad familiar. El problema es que a veces se le da a todo la misma gravedad, con el riesgo de volverse crueles ante cualquier error ajeno. La justa reivindicación de los propios derechos, se convierte en una persistente y constante sed de venganza más que en una sana defensa de la propia dignidad.
Alegrarse con los demás
109. La expresión jairei epi te adikía indica algo negativo afincado en el secreto del corazón de la persona. Es la actitud venenosa del que se alegra cuando ve que se le hace injusticia a alguien. La frase se complementa con la siguiente, que lo dice de modo positivo: sygjairei te alétheia: se regocija con la verdad. Es decir, se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos.
Crecer en la caridad conyugal
120. El himno de san Pablo, que hemos recorrido, nos permite dar paso a la caridad conyugal. Es el amor que une a los esposos[Santo Tomás de Aquino entiende el amor como «fuerza unitiva» (Summa Theologiae I, q. 20, a. 1, ad 3), retomando una expresión de Dionisio Ps. Areopagita (De divinis nominibus, 4, 12)], santificado, enriquecido e iluminado por la gracia del sacramento del matrimonio. Es una «unión afectiva»[Tomás de Aquino,
Summa Theologiae II-II, q. 27, a. 2], espiritual y oblativa, pero que recoge en sí la ternura de la amistad y la pasión erótica, aunque es capaz de subsistir aun cuando los sentimientos y la pasión se debiliten. El Papa Pío XI enseñaba que ese amor permea todos los deberes de la vida conyugal y «tiene cierto principado de nobleza»[Carta enc.
Casti connubii, 9]. Porque ese amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo, es reflejo de la Alianza inquebrantable entre Cristo y la humanidad que culminó en la entrega hasta el fin, en la cruz: «El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal»[Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio, 13].
Alegría y belleza
126. En el matrimonio conviene cuidar la alegría del amor. Cuando la búsqueda del placer es obsesiva, nos encierra en una sola cosa y nos incapacita para encontrar otro tipo de satisfacciones. La alegría, en cambio, amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar gusto en realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se apaga. Por eso decía santo Tomás que se usa la palabra «alegría» para referirse a la dilatación de la amplitud del corazón[Cf.
Summa Theologiae I-II, q. 31, a. 3, ad 3]. La alegría matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, de tensiones y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de satisfacciones y de búsquedas, de molestias y de placeres, siempre en el camino de la amistad, que mueve a los esposos a cuidarse: «se prestan mutuamente ayuda y servicio»[Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, 48].
Diálogo
137. Darse tiempo, tiempo de calidad, que consiste en escuchar con paciencia y atención, hasta que el otro haya expresado todo lo que necesitaba. Esto requiere la ascesis de no empezar a hablar antes del momento adecuado. En lugar de comenzar a dar opiniones o consejos, hay que asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro necesita decir. Esto implica hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el corazón o en la mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado las propias necesidades y urgencias, hacer espacio. Muchas veces uno de los cónyuges no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado. Tiene que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su esperanza, su sueño. Pero son frecuentes lamentos como estos: «No me escucha. Cuando parece que lo está haciendo, en realidad está pensando en otra cosa». «Hablo y siento que está esperando que termine de una vez». «Cuando hablo intenta cambiar de tema, o me da respuestas rápidas para cerrar la conversación».
138. Desarrollar el hábito de dar importancia real al otro. Se trata de valorar su persona, de reconocer que tiene derecho a existir, a pensar de manera autónoma y a ser feliz. Nunca hay que restarle importancia a lo que diga o reclame, aunque sea necesario expresar el propio punto de vista. Subyace aquí la convicción de que todos tienen algo que aportar, porque tienen otra experiencia de la vida, porque miran desde otro punto de vista, porque han desarrollado otras preocupaciones y tienen otras habilidades e intuiciones. Es posible reconocer la verdad del otro, el valor de sus preocupaciones más hondas y el trasfondo de lo que dice, incluso detrás de palabras agresivas. Para ello hay que tratar de ponerse en su lugar e interpretar el fondo de su corazón, detectar lo que le apasiona, y tomar esa pasión como punto de partida para profundizar en el diálogo.
Amor apasionado
142. El Concilio Vaticano II enseña que este amor conyugal «abarca el bien de toda la persona, y, por tanto, puede enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y del espíritu, y ennoblecerlas como signos especiales de la amistad conyugal»[Const. past.
Gaudium et spes, 49]. Por algo será que un amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar la unión del corazón humano con Dios: «Todos los místicos han afirmado que el amor sobrenatural y el amor celeste encuentran los símbolos que buscan en el amor matrimonial, más que en la amistad, más que en el sentimiento filial o en la dedicación a una causa. Y el motivo está justamente en su totalidad»[A. Sertillanges,
L’amour chrétien, París 1920, 174]. ¿Por qué entonces no detenernos a hablar de los sentimientos y de la sexualidad en el matrimonio?
El mundo de las emociones
144. Jesús, como verdadero hombre, vivía las cosas con una carga de emotividad. Por eso le dolía el rechazo de Jerusalén (cf. Mt 23,37), y esta situación le arrancaba lágrimas (cf. Lc 19,41). También se compadecía ante el sufrimiento de la gente (cf. Mc 6,34). Viendo llorar a los demás, se conmovía y se turbaba (cf. Jn 11,33), y él mismo lloraba la muerte de un amigo (cf. Jn 11,35). Estas manifestaciones de su sensibilidad mostraban hasta qué punto su corazón humano estaba abierto a los demás.
Dimensión erótica del amor
151. A quienes temen que en la educación de las pasiones y de la sexualidad se perjudique la espontaneidad del amor sexuado, san Juan Pablo II les respondía que el ser humano «está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones», que «es el fruto gradual del discernimiento de los impulsos del propio corazón»[Catequesis (12 noviembre 1980), 2]. Es algo que se conquista, ya que todo ser humano «debe aprender con perseverancia y coherencia lo que es el significado del cuerpo»[Ibíd., 4]. La sexualidad no es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un lenguaje interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable valor. Así, «el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra espontaneidad»[Ibíd., 5]. En este contexto, el erotismo aparece como manifestación específicamente humana de la sexualidad. En él se puede encontrar «el significado esponsalicio del cuerpo y la auténtica dignidad del don»[Ibíd., 1]. En sus catequesis sobre la teología del cuerpo humano, enseñó que la corporeidad sexuada «es no sólo fuente de fecundidad y procreación», sino que posee «la capacidad de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don»[Id.,
Catequesis (16 enero 1980), 1]. El más sano erotismo, si bien está unido a una búsqueda de placer, supone la admiración, y por eso puede humanizar los impulsos.
152. Entonces, de ninguna manera podemos entender la dimensión erótica del amor como un mal permitido o como un peso a tolerar por el bien de la familia, sino como don de Dios que embellece el encuentro de los esposos. Siendo una pasión sublimada por un amor que admira la dignidad del otro, llega a ser una «plena y limpísima afirmación amorosa», que nos muestra de qué maravillas es capaz el corazón humano y así, por un momento, «se siente que la existencia humana ha sido un éxito»[Josef Pieper,
Über die Liebe, Múnich 2014, 174-175].
Matrimonio y virginidad
162. El celibato corre el peligro de ser una cómoda soledad, que da libertad para moverse con autonomía, para cambiar de lugares, de tareas y de opciones, para disponer del propio dinero, para frecuentar personas diversas según la atracción del momento. En ese caso, resplandece el testimonio de las personas casadas. Quienes han sido llamados a la virginidad pueden encontrar en algunos matrimonios un signo claro de la generosa e inquebrantable fidelidad de Dios a su Alianza, que estimule sus corazones a una disponibilidad más concreta y oblativa. Porque hay personas casadas que mantienen su fidelidad cuando su cónyuge se ha vuelto físicamente desagradable, o cuando no satisface las propias necesidades, a pesar de que muchas ofertas inviten a la infidelidad o al abandono. Una mujer puede cuidar a su esposo enfermo y allí, junto a la Cruz, vuelve a dar el «sí» de su amor hasta la muerte. En ese amor se manifiesta de un modo deslumbrante la dignidad del amante, dignidad como reflejo de la caridad, puesto que es propio de la caridad amar, más que ser amado[Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 27, a. 1]. También podemos advertir en muchas familias una capacidad de servicio oblativo y tierno ante hijos difíciles e incluso desagradecidos. Esto hace de esos padres un signo del amor libre y desinteresado de Jesús. Todo esto se convierte en una invitación a las personas célibes para que vivan su entrega por el Reino con mayor generosidad y disponibilidad. Hoy, la secularización ha desdibujado el valor de una unión para toda la vida y ha debilitado la riqueza de la entrega matrimonial, por lo cual «es preciso profundizar en los aspectos positivos del amor conyugal»[Pontificio Consejo para la Familia,
Familia, matrimonio y uniones de hecho (26 julio 2000), 40].
La transformación del amor
163. La prolongación de la vida hace que se produzca algo que no era común en otros tiempos: la relación íntima y la pertenencia mutua deben conservarse por cuatro, cinco o seis décadas, y esto se convierte en una necesidad de volver a elegirse una y otra vez. Quizás el cónyuge ya no está apasionado por un deseo sexual intenso que le mueva hacia la otra persona, pero siente el placer de pertenecerle y que le pertenezca, de saber que no está solo, de tener un «cómplice», que conoce todo de su vida y de su historia y que comparte todo. Es el compañero en el camino de la vida con quien se pueden enfrentar las dificultades y disfrutar las cosas lindas. Eso también produce una satisfacción que acompaña al querer propio del amor conyugal. No podemos prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida. En cambio, sí podemos tener un proyecto común estable, comprometernos a amarnos y a vivir unidos hasta que la muerte nos separe, y vivir siempre una rica intimidad. El amor que nos prometemos supera toda emoción, sentimiento o estado de ánimo, aunque pueda incluirlos. Es un querer más hondo, con una decisión del corazón que involucra toda la existencia. Así, en medio de un conflicto no resuelto, y aunque muchos sentimientos confusos den vueltas por el corazón, se mantiene viva cada día la decisión de amar, de pertenecerse, de compartir la vida entera y de permanecer amando y perdonando. Cada uno de los dos hace un camino de crecimiento y de cambio personal. En medio de ese camino, el amor celebra cada paso y cada nueva etapa.
164. En la historia de un matrimonio, la apariencia física cambia, pero esto no es razón para que la atracción amorosa se debilite. Alguien se enamora de una persona entera con una identidad propia, no sólo de un cuerpo, aunque ese cuerpo, más allá del desgaste del tiempo, nunca deje de expresar de algún modo esa identidad personal que ha cautivado el corazón. Cuando los demás ya no puedan reconocer la belleza de esa identidad, el cónyuge enamorado sigue siendo capaz de percibirla con el instinto del amor, y el cariño no desaparece. Reafirma su decisión de pertenecerle, la vuelve a elegir, y expresa esa elección en una cercanía fiel y cargada de ternura. La nobleza de su opción por ella, por ser intensa y profunda, despierta una forma nueva de emoción en el cumplimiento de esa misión conyugal. Porque «la emoción provocada por otro ser humano como persona [...] no tiende de por sí al acto conyugal»[Juan Pablo II,
Catequesis (31 octubre 1984), 6]. Adquiere otras expresiones sensibles, porque el amor «es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más»[Benedicto XVI, Carta enc.
Deus caritas est, 8]. El vínculo encuentra nuevas modalidades y exige la decisión de volver a amasarlo una y otra vez. Pero no sólo para conservarlo, sino para desarrollarlo. Es el camino de construirse día a día. Pero nada de esto es posible si no se invoca al Espíritu Santo, si no se clama cada día pidiendo su gracia, si no se busca su fuerza sobrenatural, si no se le reclama con deseo que derrame su fuego sobre nuestro amor para fortalecerlo, orientarlo y transformarlo en cada nueva situación.
AMOR QUE SE VUELVE FECUNDO (Capítulo V)
168. El embarazo es una época difícil, pero también es un tiempo maravilloso. La madre acompaña a Dios para que se produzca el milagro de una nueva vida. La maternidad surge de una «particular potencialidad del organismo femenino, que con peculiaridad creadora sirve a la concepción y a la generación del ser humano»[Juan Pablo II, Catequesis (12 marzo 1980), 3]. Cada mujer participa del «misterio de la creación, que se renueva en la generación humana»[Discurso en el Encuentro con las Familias en Manila (16 enero 2015)]. Es como dice el Salmo: «Tú me has tejido en el seno materno» (139,13). Cada niño que se forma dentro de su madre es un proyecto eterno del Padre Dios y de su amor eterno: «Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jr 1,5). Cada niño está en el corazón de Dios desde siempre, y en el momento en que es concebido se cumple el sueño eterno del Creador. Pensemos cuánto vale ese embrión desde el instante en que es concebido. Hay que mirarlo con esos ojos de amor del Padre, que mira más allá de toda apariencia.
170. Con los avances de las ciencias hoy se puede saber de antemano qué color de cabellos tendrá el niño y qué enfermedades podrá sufrir en el futuro, porque todas las características somáticas de esa persona están inscritas en su código genético ya en el estado embrionario. Pero sólo el Padre que lo creó lo conoce en plenitud. Sólo él conoce lo más valioso, lo más importante, porque él sabe quién es ese niño, cuál es su identidad más honda. La madre que lo lleva en su seno necesita pedir luz a Dios para poder conocer en profundidad a su propio hijo y para esperarlo tal cual es. Algunos padres sienten que su niño no llega en el mejor momento. Les hace falta pedirle al Señor que los sane y los fortalezca para aceptar plenamente a ese hijo, para que puedan esperarlo de corazón. Es importante que ese niño se sienta esperado. Él no es un complemento o una solución para una inquietud personal. Es un ser humano, con un valor inmenso, y no puede ser usado para el propio beneficio. Entonces, no es importante si esa nueva vida te servirá o no, si tiene características que te agradan o no, si responde o no a tus proyectos y a tus sueños. Porque «los hijos son un don. Cada uno es único e irrepetible [...] Se ama a un hijo porque es hijo, no porque es hermoso o porque es de una o de otra manera; no, porque es hijo. No porque piensa como yo o encarna mis deseos. Un hijo es un hijo»[Catequesis (11 febrero 2015)]. El amor de los padres es instrumento del amor del Padre Dios que espera con ternura el nacimiento de todo niño, lo acepta sin condiciones y lo acoge gratuitamente.
La vida en la familia grande
187. El pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia ampliada, donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los vecinos. En esa familia grande puede haber algunos necesitados de ayuda, o al menos de compañía y de gestos de afecto, o puede haber grandes sufrimientos que necesitan un consuelo[Cf. Relación final 2015, 11]. El individualismo de estos tiempos a veces lleva a encerrarse en un pequeño nido de seguridad y a sentir a los otros como un peligro molesto. Sin embargo, ese aislamiento no brinda más paz y felicidad, sino que cierra el corazón de la familia y la priva de la amplitud de la existencia.
Un corazón grande
198. Finalmente, no se puede olvidar que en esta familia grande están también el suegro, la suegra y todos los parientes del cónyuge. Una delicadeza propia del amor consiste en evitar verlos como competidores, como seres peligrosos, como invasores. La unión conyugal reclama respetar sus tradiciones y costumbres, tratar de comprender su lenguaje, contener las críticas, cuidarlos e integrarlos de alguna manera en el propio corazón, aun cuando haya que preservar la legítima autonomía y la intimidad de la pareja. Estas actitudes son también un modo exquisito de expresar la generosidad de la entrega amorosa al propio cónyuge.
ALGUNAS PERSPECTIVAS PASTORALES (Capítulo VI)
Anunciar el Evangelio de la familia hoy
200. Los Padres sinodales insistieron en que las familias cristianas, por la gracia del sacramento nupcial, son los principales sujetos de la pastoral familiar, sobre todo aportando «el testimonio gozoso de los cónyuges y de las familias, iglesias domésticas»[Relatio synodi 2014, 30]. Por ello, remarcaron que «se trata de hacer experimentar que el Evangelio de la familia es alegría que “llena el corazón y la vida entera”, porque en Cristo somos “liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (Evangelii gaudium, 1). A la luz de la parábola del sembrador (cf. Mt 13,3-9), nuestra tarea es cooperar en la siembra: lo demás es obra de Dios. Tampoco hay que olvidar que la Iglesia que predica sobre la familia es signo de contradicción»[Relatio synodi 2014, 31], pero los matrimonios agradecen que los pastores les ofrezcan motivaciones para una valiente apuesta por un amor fuerte, sólido, duradero, capaz de hacer frente a todo lo que se le cruce por delante. La Iglesia quiere llegar a las familias con humilde comprensión, y su deseo «es acompañar a cada una y a todas las familias para que puedan descubrir la mejor manera de superar las dificultades que se encuentran en su camino»[Relación final 2015, 56]. No basta incorporar una genérica preocupación por la familia en los grandes proyectos pastorales. Para que las familias puedan ser cada vez más sujetos activos de la pastoral familiar, se requiere «un esfuerzo evangelizador y catequístico dirigido a la familia»[Relación final 2015, 89], que la oriente en este sentido.
Acompañar en los primeros años de la vida matrimonial
219. Recuerdo un refrán que decía que el agua estancada se corrompe, se echa a perder. Es lo que pasa cuando esa vida del amor en los primeros años del matrimonio se estanca, deja de estar en movimiento, deja de tener esa inquietud que la empuja hacia delante. La danza hacia adelante con ese amor joven, la danza con esos ojos asombrados hacia la esperanza, no debe detenerse. En el noviazgo y en los primeros años del matrimonio la esperanza es la que lleva la fuerza de la levadura, la que hace mirar más allá de las contradicciones, de los conflictos, de las coyunturas, la que siempre hace ver más allá. Es la que pone en marcha toda inquietud para mantenerse en un camino de crecimiento. La misma esperanza nos invita a vivir a pleno el presente, poniendo el corazón en la vida familiar, porque la mejor forma de preparar y consolidar el futuro es vivir bien el presente.
Algunos recursos
227. Los pastores debemos alentar a las familias a crecer en la fe. Para ello es bueno animar a la confesión frecuente, la dirección espiritual, la asistencia a retiros. Pero no hay que dejar de invitar a crear espacios semanales de oración familiar, porque «la familia que reza unida permanece unida». A su vez, cuando visitemos los hogares, deberíamos convocar a todos los miembros de la familia a un momento para orar unos por otros y para poner la familia en las manos del Señor. Al mismo tiempo, conviene alentar a cada uno de los cónyuges a tener momentos de oración en soledad ante Dios, porque cada uno tiene sus cruces secretas. ¿Por qué no contarle a Dios lo que perturba al corazón, o pedirle la fuerza para sanar las propias heridas, e implorar las luces que se necesitan para poder mantener el propio compromiso? Los Padres sinodales también remarcaron que «la Palabra de Dios es fuente de vida y espiritualidad para la familia. Toda la pastoral familiar deberá dejarse modelar interiormente y formar a los miembros de la iglesia doméstica mediante la lectura orante y eclesial de la Sagrada Escritura. La Palabra de Dios no sólo es una buena nueva para la vida privada de las personas, sino también un criterio de juicio y una luz para el discernimiento de los diversos desafíos que deben afrontar los cónyuges y las familias»[ Relatio synodi 2014, 34].
El desafío de las crisis
232. La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza. Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial. De ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se asume como una tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se percibe como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar el guante y hacerles un lugar en la vida familiar. Los matrimonios experimentados y formados deben estar dispuestos a acompañar a otros en este descubrimiento, de manera que las crisis no los asusten ni los lleven a tomar decisiones apresuradas. Cada crisis esconde una buena noticia que hay que saber escuchar afinando el oído del corazón.
234. Para enfrentar una crisis se necesita estar presentes. Es difícil, porque a veces las personas se aíslan para no manifestar lo que sienten, se arrinconan en el silencio mezquino y tramposo. En estos momentos es necesario crear espacios para comunicarse de corazón a corazón. El problema es que se vuelve más difícil comunicarse así en un momento de crisis si nunca se aprendió a hacerlo. Es todo un arte que se aprende en tiempos de calma, para ponerlo en práctica en los tiempos duros. Hay que ayudar a descubrir las causas más ocultas en los corazones de los cónyuges, y a enfrentarlas como un parto que pasará y dejará un nuevo tesoro. Pero las respuestas a las consultas realizadas remarcan que en situaciones difíciles o críticas la mayoría no acude al acompañamiento pastoral, ya que no lo siente comprensivo, cercano, realista, encarnado. Por eso, tratemos ahora de acercarnos a las crisis matrimoniales con una mirada que no ignore su carga de dolor y de angustia.
237. Se ha vuelto frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para dar fin a un matrimonio. Así no habrá matrimonio que dure. A veces, para decidir que todo acabó basta una insatisfacción, una ausencia en un momento en que se necesitaba al otro, un orgullo herido o un temor difuso. Hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más.
FORTALECER LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS (Capítulo VII)
277. En el hogar también se pueden replantear los hábitos de consumo para cuidar juntos la casa común: «La familia es el sujeto protagonista de una ecología integral, porque es el sujeto social primario, que contiene en su seno los dos principios-base de la civilización humana sobre la tierra: el principio de comunión y el principio de fecundidad»[Catequesis (30 septiembre 2015)]. Igualmente, los momentos difíciles y duros de la vida familiar pueden ser muy educativos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando llega una enfermedad, porque «ante la enfermedad, incluso en la familia surgen dificultades, a causa de la debilidad humana. Pero, en general, el tiempo de la enfermedad hace crecer la fuerza de los vínculos familiares [...] Una educación que deja de lado la sensibilidad por la enfermedad humana, aridece el corazón; y hace que los jóvenes estén “anestesiados” respecto al sufrimiento de los demás, incapaces de confrontarse con el sufrimiento y vivir la experiencia del límite»[Catequesis (10 junio 2015)].
Transmitir la fe
287. La educación de los hijos debe estar marcada por un camino de transmisión de la fe, que se dificulta por el estilo de vida actual, por los horarios de trabajo, por la complejidad del mundo de hoy donde muchos llevan un ritmo frenético para poder sobrevivir[Cf.
Relación final 2015, 13-14]. Sin embargo, el hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo. Esto comienza en el bautismo, donde, como decía san Agustín, las madres que llevan a sus hijos «cooperan con el parto santo»[De sancta virginitate, 7, 7]. Después comienza el camino del crecimiento de esa vida nueva. La fe es don de Dios, recibido en el bautismo, y no es el resultado de una acción humana, pero los padres son instrumentos de Dios para su maduración y desarrollo. Entonces «es hermoso cuando las mamás enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en ello! En ese momento el corazón de los niños se convierte en espacio de oración»[Catequesis (26 agosto 2015)]. La transmisión de la fe supone que los padres vivan la experiencia real de confiar en Dios, de buscarlo, de necesitarlo, porque sólo de ese modo «una generación pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus hazañas» (Sal 144,4) y «el padre enseña a sus hijos tu fidelidad» (Is 38,19). Esto requiere que imploremos la acción de Dios en los corazones, allí donde no podemos llegar. El grano de mostaza, tan pequeña semilla, se convierte en un gran arbusto (cf. Mt 13,31-32), y así reconocemos la desproporción entre la acción y su efecto. Entonces sabemos que no somos dueños del don sino sus administradores cuidadosos. Pero nuestro empeño creativo es una ofrenda que nos permite colaborar con la iniciativa de Dios. Por ello, «han de ser valorados los cónyuges, madres y padres, como sujetos activos de la catequesis [...] Es de gran ayuda la catequesis familiar, como método eficaz para formar a los jóvenes padres de familia y hacer que tomen conciencia de su misión de evangelizadores de su propia familia»[Relación final 2015, 89].
290. «La familia se convierte en sujeto de la acción pastoral mediante el anuncio explícito del Evangelio y el legado de múltiples formas de testimonio, entre las cuales: la solidaridad con los pobres, la apertura a la diversidad de las personas, la custodia de la creación, la solidaridad moral y material hacia las otras familias, sobre todo hacia las más necesitadas, el compromiso con la promoción del bien común, incluso mediante la transformación de las estructuras sociales injustas, a partir del territorio en el cual la familia vive, practicando las obras de misericordia corporal y espiritual»[Relación final 2015, 93]. Esto debe situarse en el marco de la convicción más preciosa de los cristianos: el amor del Padre que nos sostiene y nos promueve, manifestado en la entrega total de Jesucristo, vivo entre nosotros, que nos hace capaces de afrontar juntos todas las tormentas y todas las etapas de la vida. También en el corazón de cada familia hay que hacer resonar el kerygma, a tiempo y a destiempo, para que ilumine el camino. Todos deberíamos ser capaces de decir, a partir de lo vivido en nuestras familias: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). Sólo a partir de esta experiencia, la pastoral familiar podrá lograr que las familias sean a la vez iglesias domésticas y fermento evangelizador en la sociedad.
ACOMPAÑAR, DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD (Capítulo VIII)
296. El Sínodo se ha referido a distintas situaciones de fragilidad o imperfección. Al respecto, quiero recordar aquí algo que he querido plantear con claridad a toda la Iglesia para que no equivoquemos el camino: «Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar [...] El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración [...] El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero [...] Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita»[Homilía en la Eucaristía celebrada con los nuevos cardenales (15 febrero 2015)]. Entonces, «hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición»[Relación final 2015, 51].
La lógica de la misericordia pastoral
309. Es providencial que estas reflexiones se desarrollen en el contexto de un Año Jubilar dedicado a la misericordia, porque también frente a las más diversas situaciones que afectan a la familia, «la Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona...
312. ...Es la lógica que debe predominar en la Iglesia, para «realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales»[Bula
Misericordiae vultus, 15]. Invito a los fieles que están viviendo situaciones complejas, a que se acerquen con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al Señor. No siempre encontrarán en ellos una confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente recibirán una luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y podrán descubrir un camino de maduración personal. E invito a los pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia.
ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIAR (Capítulo IX)
314. Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente en el templo de la comunión matrimonial. Así como habita en las alabanzas de su pueblo (cf. Sal 22,4), vive íntimamente en el amor conyugal que le da gloria.
316. Una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino de santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio para la unión íntima con Dios. Porque las exigencias fraternas y comunitarias de la vida en familia son una ocasión para abrir más y más el corazón, y eso hace posible un encuentro con el Señor cada vez más pleno. Dice la Palabra de Dios que «quien aborrece a su hermano está en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Mi predecesor Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios»[Carta enc.
Deus caritas est, 16], y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro»[Ibíd., 39]. Sólo «si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,12). Puesto que «la persona humana tiene una innata y estructural dimensión social»[Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin.
Christifideles laici, 40], y «la expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la familia»[Ibíd], la espiritualidad se encarna en la comunión familiar. Entonces, quienes tienen hondos deseos espirituales no deben sentir que la familia los aleja del crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es un camino que el Señor utiliza para llevarles a las cumbres de la unión mística.
Espiritualidad del amor exclusivo y libre
319. En el matrimonio se vive también el sentido de pertenecer por completo sólo a una persona. Los esposos asumen el desafío y el anhelo de envejecer y desgastarse juntos y así reflejan la fidelidad de Dios. Esta firme decisión, que marca un estilo de vida, es una «exigencia interior del pacto de amor conyugal»[Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio, 11], porque «quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día»[Juan Pablo II,
Homilía en la Eucaristía celebrada para las familias en Córdoba, Argentina (8 abril 1987), 4]. Pero esto no tendría sentido espiritual si se tratara sólo de una ley vivida con resignación. Es una pertenencia del corazón, allí donde sólo Dios ve (cf. Mt 5,28). Cada mañana, al levantarse, se vuelve a tomar ante Dios esta decisión de fidelidad, pase lo que pase a lo largo de la jornada. Y cada uno, cuando va a dormir, espera levantarse para continuar esta aventura, confiando en la ayuda del Señor. Así, cada cónyuge es para el otro signo e instrumento de la cercanía del Señor, que no nos deja solos: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
Espiritualidad del cuidado, del consuelo y del estímulo
322. Toda la vida de la familia es un «pastoreo» misericordioso. Cada uno, con cuidado, pinta y escribe en la vida del otro: «Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones [...] no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo» (2 Co 3,2-3). Cada uno es un «pescador de hombres» (Lc 5,10) que, en el nombre de Jesús, «echa las redes» (cf. Lc 5,5) en los demás, o un labrador que trabaja en esa tierra fresca que son sus seres amados, estimulando lo mejor de ellos. La fecundidad matrimonial implica promover, porque «amar a un ser es esperar de él algo indefinible e imprevisible; y es, al mismo tiempo, proporcionarle de alguna manera el medio de responder a esta espera»[Gabriel Marcel,
Homo viator: prolégomènes à une métaphysique de l’espérance, París 1944, 63]. Esto es un culto a Dios, porque es él quien sembró muchas cosas buenas en los demás esperando que las hagamos crecer.