“La Iglesia, a su vez, desde el día de Pentecostés, “por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios” (Lumen gentium, 64). La Iglesia, por consiguiente, convirtiéndose así también ella en madre, mira a la Madre de Cristo como a su modelo.” Juan Pablo II (1989)
Después de su muerte y resurrección, Jesús confió a sus discípulos la misión de ser sus testigos y de proclamar el Evangelio de la alegría y de la misericordia. Ellos, el día de Pentecostés, salieron del Cenáculo con valentía y entusiasmo; la fuerza del Espíritu Santo venció sus dudas y vacilaciones, e hizo que cada uno escuchase su anuncio en su propia lengua; así desde el comienzo, la Iglesia es madre con el corazón abierto al mundo entero, sin fronteras. Este mandato abarca una historia de dos milenios, pero ya desde los primeros siglos el anuncio misionero hizo visible la maternidad universal de la Iglesia, explicitada después en los escritos de los Padres y retomada por el Concilio Ecuménico Vaticano II. Los Padres conciliares hablaron de Ecclesia mater para explicar su naturaleza. Efectivamente, la Iglesia engendra hijos e hijas y los incorpora y «los abraza con amor y solicitud como suyos» (Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 14).
La Iglesia sin fronteras, madre de todos, extiende por el mundo la cultura de la acogida y de la solidaridad, según la cual nadie puede ser considerado inútil, fuera de lugar o descartable. Si vive realmente su maternidad, la comunidad cristiana alimenta, orienta e indica el camino, acompaña con paciencia, se hace cercana con la oración y con las obras de misericordia.
Papa Francisco (2015)