Las disposiciones del corazón
"El Redentor no pide más que el amor del ser humano, un corazón vacío y despegado de todas las criaturas, pera llenarlo de los tesoros del cielo, de su propia presencia, él, que es la riqueza infinita (Padre Dehon, DSP 19)
Abrirse a la escucha de la voz del Espíritu requiere precisas disposiciones interiores: la primera es la atención del corazón, favorecida por un silencio y un vaciamiento que requiere una ascesis. Igualmente fundamentales son la conciencia, la aceptación de sí y el arrepentimiento, unidos a la disponibilidad de poner orden en la propia vida, abandonando aquello que pudiese ser un obstáculo y recuperar la libertad interior necesaria para tomar decisiones guiadas solo por el Espíritu Santo. El buen discernimiento requiere también atención a los movimientos del propio corazón, creciendo en la capacidad de reconocerlos y darles un nombre. Finalmente, el discernimiento requiere el coraje de empeñarse en la lucha espiritual, ya que no dejarán de manifestarse tentaciones y obstáculos que el mal pone sobre nuestro camino.
Las diversas tradiciones espirituales concuerdan sobre el hecho que un buen discernimiento requiere una regular confrontación con la guía espiritual. Transformar en palabra los propios deseos de manera auténtica y personal favorece el esclarecimiento. Al mismo tiempo, el acompañante asume una función esencial de confrontación externa, haciéndose mediador de la presencia materna de la Iglesia...
El discernimiento como dimensión del estilo de vida de Jesús y sus discípulos permite procesos concretos que apuntan a salir de la indeterminación, asumiendo la responsabilidad de las decisiones. Los procesos de discernimiento no pueden entonces durar indefinidamente, ya sea en los casos de caminos personales, sea en aquellos comunitarios e institucionales. A la decisión sigue una fase igualmente fundamental de actuación y verificación en la vida cotidiana. Será entonces indispensable proseguir en una fase de atenta escucha de las resonancias interiores para captar la voz del Espíritu. La confrontación con la concreción tiene una importancia específica en esta etapa. En particular, varias tradiciones espirituales señalan el valor de la vida fraterna y del servicio a los pobres como un campo de prueba para las decisiones asumidas y como un lugar en el cual la persona se revela plenamente a sí misma.
El encuentro de Jesús con el joven rico (Mc 10, 17-27).
Es una historia que hemos escuchado muchas veces: un hombre busca a Jesús y se postra de rodillas ante Él. Y lo hace delante de la multitud porque tenía muchas ganas de escuchar las palabras de Jesús y en su corazón algo lo impulsaba. Así, de rodillas delante de Él, le preguntó que debía hacer para heredar la vida eterna. El corazón de este hombre estaba movido por el Espíritu Santo. Era, en efecto, un hombre bueno porque desde su juventud había cumplido los mandamientos. Ser «bueno», sin embargo, no era suficiente para él: quería más. El Espíritu Santo lo impulsaba.
En efecto, Jesús fijó la mirada en él, contento al oír estas cosas. Tan fue así que el Evangelio dice que lo amó. Por lo tanto, incluso Jesús sentía este entusiasmo. Y le hace la propuesta: vende todo y ven conmigo a predicar el Evangelio. Pero, se lee en el relato del evangelista, «el hombre, al escuchar estas palabras, frunció el ceño y se marchó triste».
Ese hombre bueno había venido con esperanza, con alegría, a encontrarse con Jesús. Hizo su petición. Escuchó las palabras de Jesús. Y tomó una decisión: marcharse. Así, aquella alegría que lo impulsaba, la alegría del Espíritu Santo, se convierte en tristeza. Marcos cuenta, en efecto, que «se marchó de allí porque poseía muchos bienes».
El problema era que su corazón inquieto por obra del Espíritu Santo, que lo impulsaba a acercarse a Jesús y a seguirlo, era un corazón que estaba lleno. Pero no tuvo el valor de vaciarlo. E hizo la elección: el dinero. Tenía un corazón lleno de dinero. Y eso que no era un ladrón, un malhechor. Era un hombre bueno: jamás había robado, jamás había estafado. Su dinero era dinero honesto. Pero su corazón estaba encarcelado allí, estaba atado al dinero y no tenía la libertad de elegir. Así, al final, el dinero eligió por él.
También hoy son muchos los jóvenes que quieren seguir a Jesús. Pero cuando tienen el corazón lleno de otra cosa, y no son tan valientes para vaciarlo, dan un paso atrás. Y así esa alegría se convierte en tristeza. Cuántos jóvenes, constató, tienen esa alegría de la que habla san Pedro en la primera carta (1, 3-9) proclamada durante la liturgia: «y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe». En verdad, estos jóvenes son muchos, pero hay algo en medio que los detiene.
En realidad, cuando pedimos al Señor que envíe vocaciones para que anuncien el Evangelio, Él las envía. Está quien dice desconsolado: «Padre, pero que mal va el mundo: no hay vocaciones religiosas, no hay vocaciones sacerdotales, estamos perdidos». En cambio, vocaciones hay muchas. Pero entonces si hay muchas, ¿por qué debemos rezar para que el Señor las envíe? Debemos rezar para que el corazón de estos jóvenes se pueda vaciar: vaciarse de otros intereses, de otros amores. Para que su corazón llegue a ser libre. He aquí la auténtica, gran oración por las vocaciones: «Señor, envíanos religiosas, envíanos sacerdotes; defiéndelos de la idolatría de la vanidad, de la idolatría de la soberbia, de la idolatría del poder, de la idolatría del dinero». Entonces, nuestra oración es para preparar estos corazones para poder seguir de cerca a Jesús.
La figura del joven rico suscita una cierta participación, que nos lleva a decir: «Pobrecito, tan bueno y luego tan infeliz, porque no se marchó feliz», tras el diálogo con Jesús. Y hoy hay muchos jóvenes como él. Pero, ¿qué hacemos por ellos? La primera cosa que se debe hacer es rezar: «Ayuda, Señor, a estos jóvenes a ser libres y no esclavos, de modo que tengan el corazón solo para Ti». De este modo la llamada del Señor puede llegar, puede dar fruto.
Nos corresponde a nosotros rezar y hacer que aumenten, que el Señor pueda entrar en esos corazones y dar esta “alegría indecible y gloriosa” que tiene toda persona que sigue de cerca a Jesús.
En efecto, Jesús fijó la mirada en él, contento al oír estas cosas. Tan fue así que el Evangelio dice que lo amó. Por lo tanto, incluso Jesús sentía este entusiasmo. Y le hace la propuesta: vende todo y ven conmigo a predicar el Evangelio. Pero, se lee en el relato del evangelista, «el hombre, al escuchar estas palabras, frunció el ceño y se marchó triste».
Ese hombre bueno había venido con esperanza, con alegría, a encontrarse con Jesús. Hizo su petición. Escuchó las palabras de Jesús. Y tomó una decisión: marcharse. Así, aquella alegría que lo impulsaba, la alegría del Espíritu Santo, se convierte en tristeza. Marcos cuenta, en efecto, que «se marchó de allí porque poseía muchos bienes».
El problema era que su corazón inquieto por obra del Espíritu Santo, que lo impulsaba a acercarse a Jesús y a seguirlo, era un corazón que estaba lleno. Pero no tuvo el valor de vaciarlo. E hizo la elección: el dinero. Tenía un corazón lleno de dinero. Y eso que no era un ladrón, un malhechor. Era un hombre bueno: jamás había robado, jamás había estafado. Su dinero era dinero honesto. Pero su corazón estaba encarcelado allí, estaba atado al dinero y no tenía la libertad de elegir. Así, al final, el dinero eligió por él.
También hoy son muchos los jóvenes que quieren seguir a Jesús. Pero cuando tienen el corazón lleno de otra cosa, y no son tan valientes para vaciarlo, dan un paso atrás. Y así esa alegría se convierte en tristeza. Cuántos jóvenes, constató, tienen esa alegría de la que habla san Pedro en la primera carta (1, 3-9) proclamada durante la liturgia: «y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe». En verdad, estos jóvenes son muchos, pero hay algo en medio que los detiene.
En realidad, cuando pedimos al Señor que envíe vocaciones para que anuncien el Evangelio, Él las envía. Está quien dice desconsolado: «Padre, pero que mal va el mundo: no hay vocaciones religiosas, no hay vocaciones sacerdotales, estamos perdidos». En cambio, vocaciones hay muchas. Pero entonces si hay muchas, ¿por qué debemos rezar para que el Señor las envíe? Debemos rezar para que el corazón de estos jóvenes se pueda vaciar: vaciarse de otros intereses, de otros amores. Para que su corazón llegue a ser libre. He aquí la auténtica, gran oración por las vocaciones: «Señor, envíanos religiosas, envíanos sacerdotes; defiéndelos de la idolatría de la vanidad, de la idolatría de la soberbia, de la idolatría del poder, de la idolatría del dinero». Entonces, nuestra oración es para preparar estos corazones para poder seguir de cerca a Jesús.
La figura del joven rico suscita una cierta participación, que nos lleva a decir: «Pobrecito, tan bueno y luego tan infeliz, porque no se marchó feliz», tras el diálogo con Jesús. Y hoy hay muchos jóvenes como él. Pero, ¿qué hacemos por ellos? La primera cosa que se debe hacer es rezar: «Ayuda, Señor, a estos jóvenes a ser libres y no esclavos, de modo que tengan el corazón solo para Ti». De este modo la llamada del Señor puede llegar, puede dar fruto.
Nos corresponde a nosotros rezar y hacer que aumenten, que el Señor pueda entrar en esos corazones y dar esta “alegría indecible y gloriosa” que tiene toda persona que sigue de cerca a Jesús.
Sínodo sobre los jóvenes (Documento Final 111-113)
Para profundizar: