El carisma del acompañamiento espiritual

Los jóvenes desean ser escuchados

Los jóvenes están llamados a tomar continuamente decisiones que orienten su existencia; Expresan el deseo de ser escuchados, reconocidos, acompañados. Muchos experimentan cómo su voz no se considera interesante y útil en el ámbito social y eclesial. En varios contextos hay una escasa atención a su grito, en particular a aquel de los más pobres y explotados, y también a la falta de adultos disponibles y capaces de escuchar.

El acompañamiento espiritual es un proceso que intenta ayudar a la persona a integrar progresivamente las diversas dimensiones de la vida para seguir al Señor Jesús. En este proceso se articulan tres instancias: 
  1. la escucha de la vida, 
  2. el encuentro con Jesús y 
  3. el diálogo misterioso entre la libertad de Dios y aquella de la persona. 
El que acompaña acoge con paciencia, plantea las preguntas más reales y reconoce los signos del Espíritu en la respuesta de los jóvenes.

En el acompañamiento espiritual personal se aprende a reconocer, interpretar y elegir en la perspectiva de la fe, en escucha de cuanto el Espíritu sugiere al interior de la vida de cada día (ver FRANCISCO, Evangelii Gaudium, n. 169-173). El carisma del acompañamiento espiritual, aún en la tradición, no está necesariamente ligado al ministerio ordenado. Nunca como hoy hay necesidad de guías espirituales, padres y madres con una profunda experiencia de fe y de humanidad y no solo preparados intelectualmente. El Sínodo augura que haya un redescubrimiento en este ámbito también del gran recurso generativo de la vida consagrada, en particular aquella femenina, y de laicos, adultos y jóvenes bien entrenados.

Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida... Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».

El acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y ayudar a crecer a una persona a partir del reconocimiento de la maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De todos modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de expresar con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su disposición para crecer.

El auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y Tito es ejemplo de este acompañamiento y formación en medio de la acción apostólica. Al mismo tiempo que les confía la misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la vida personal y para la acción pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo de acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros. (EG 171-173)


Documento Final del Sínodo (n. 7 y 97)