1. Mirar el corazón de la gente
Nosotros, normalmente, cuando vivimos estas cosas, estas actividades, nos alegramos cuando las cosas van bien. Y esto es bueno. Pero hay otra transformación, que muchas veces no se ve, está escondida y nace en la vida de cada uno de nosotros. La misión, el ser misioneros lleva a aprender a mirar. Escuchad bien esto: aprender a mirar. Aprender a mirar con ojos nuevos, porque con la misión los ojos se renuevan. Aprender a mirar la ciudad, nuestra vida, nuestra familia, todo lo que está a nuestro alrededor. La experiencia misionera nos abre los ojos y el corazón: aprender a mirar incluso con el corazón. Y así, nosotros dejamos de ser —permitidme la palabra— turistas de la vida, para convertirnos en hombres y mujeres, jóvenes que aman con el compromiso de la vida. “Turistas de la vida”: vosotros habéis visto a estos que hacen fotografías de todo, cuando vienen de turismo, y no miran nada. No saben mirar... ¡y luego miran las fotografías en casa! Pero una cosa es mirar la realidad y otra es mirar la fotografía. Y si nuestra vida es de turista, nosotros miraremos solo las fotografías o las cosas que pensamos de la realidad. Es una tentación, para los jóvenes, ser turistas. No digo dar un paseo por aquí y por allá, no, ¡esto es bonito! Me refiero a mirar la vida con ojos de turista, es decir, superficialmente, y hacer fotografías para mirarlas más adelante. Esto quiere decir que yo no toco la realidad, no miro las cosas que suceden. No miro las cosas como son. La primera cosa que yo respondería, a propósito de vuestra transformación, es dejar esta actitud de turistas para convertiros en jóvenes con un compromiso serio con la vida, en serio. El tiempo de la misión nos prepara y nos ayuda a ser más sensibles, más atentos y a mirar con atención. Y a tanta gente que vive con nosotros, en la vida cotidiana, en los lugares donde nosotros vivimos y que, por no saber mirar, terminamos por ignorar. Cuánta gente de la cual podemos decir: “sí, sí, es eso, es aquello”, pero no sabemos mirar a su corazón, no sabemos qué piensan, qué sienten, porque mi corazón nunca se ha acercado. Quizás he hablado con ellos muchas veces, pero con superficialidad. La misión puede enseñarnos a mirar con ojos nuevos, nos acerca al corazón de muchas personas, y esta ¡es una cosa bellísima, es una cosa bellísima!
Y destruir la hipocresía. Encontrar gente grande, adultos hipócritas es feo, pero es gente grande, que hace de su propia vida lo que quiere, sabe lo que hace... Pero encontrar un joven, una joven que comienza la vida con una actitud de hipocresía, esto es suicida. ¿Habéis entendido? Es suicida.
Es no dejar el camino del turista de la vida, es pasar fingiendo, y no mirar al corazón de la gente para hablar con autenticidad, con transparencia. Y luego, hay otra cosa: tú has dicho que la misión es bonita y habéis aprendido. Pero cuando yo voy de misión, no es solamente decisión mía, la que me hace ir. Hay otro que me manda, que me invita a ir de misión. Y no se puede ir de misión sin ser mandado por Jesús. Es el mismo Jesús que te envía, es Jesús que te impulsa a la misión y está ahí a tu lado: es precisamente Jesús que trabaja en tu corazón, cambia tu mirada y te hace mirar la vida con ojos nuevos; no con ojos de turista. ¿Habéis entendido?
Así se aprende que vivir cerrados, también cerrados en el “turismo”, no sirve, no ayuda. Debemos vivir en misión, lo que supone que yo escuche a Aquel que me envía, que siempre es Jesús, y voy a la gente, voy a los demás a hablar de mi vida, de Jesús y de muchas cosas pero con una transformación de mi personalidad que me hace mirar de otra manera. Y sentir las cosas de otra manera. Pensemos —para entender bien esto— cuando Jesús iba por la calle, siempre entre la gente; una vez (cf. Marcos 5, 25-34) Jesús se detuvo y dijo: “alguien me ha tocado”. Y los discípulos: “pero, Maestro, ¿no ves que toda la gente está a tu alrededor? ¡Todos te tocan!” — “Alguien me ha tocado”. Jesús no se había acostumbrado al hecho de que le tocasen. No, no era un “turista”: Él entendía las intenciones de la gente y había entendido que era una persona que le había tocado para ser sanada. Y esa mujer se decía a sí misma: “Si le toco, seré curada”. Así nosotros.
Debemos conocer a la gente como es, porque tenemos el corazón abierto y no somos turistas entre la gente: somos enviados y misioneros.
La misión ayuda también a mirarnos entre nosotros, a los ojos, y reconocer que somos hermanos entre nosotros, que no es una ciudad y ni siquiera una Iglesia de los buenos y una ciudad y una Iglesia de los malos. La misión nos ayuda a no ser “cátaros”. La misión nos purifica del pensar que hay una Iglesia de los puros y una de los impuros: todos somos pecadores y todos necesitamos el anuncio de Cristo, y si yo cuando anuncio en la misión a Jesucristo no pienso, no siento que lo que digo a mí mismo, me separo de la persona y me creo —puedo creerme— puro y al otro como impuro que tiene necesidad. La misión nos afecta a todos como pueblo de Dios, nos transforma: nos cambia el modo de ir por la vida, de “turista” a comprometido, y nos quita de la cabeza esa idea de que hay grupos, que en la Iglesia hay puros e impuros: todos somos hijos de Dios. Todos pecadores y todos con el Espíritu Santo dentro que tiene la capacidad de hacernos santos.
2. Ir a hablar con amor
No podemos hacer nada sin amor. Un gesto de amor una mirada de amor... Tú podrás hacer programas para ayudarles, pero sin amor... Y amor es dar la vida”(cf. Juan 15, 13). Él ha dado el ejemplo, ha dado la vida. Amar. Si tú no eres capaz, o al menos tú no has —y digo “tú” pero lo digo a todos, porque ella ha hecho la pregunta, pero lo digo a todos— si tú no tienes el corazón dispuesto a amar —el Señor nos enseña a amar— no podrás realizar una buena misión. La misión pasará como una aventura, un turismo. Prepararse e ir con un corazón dispuesto a amar. Ayudarles a amar. Una de las cosas que yo pregunto, no a cada persona sino cuando hay oportunidad, en el confesionario, es: “¿pero usted ayuda a la gente? ¿Usted da limosna? — “Sí”, dicen muchos. Sí, porque la gente es buena, la gente quiere ayudar. “Y dígame: ¿cuando usted da limosna, toca la mano de la persona a la cual da limosna, o la retira enseguida? Y ahí, algunos no saben qué decir. Y aún más: “¿Cuando usted da limosna, mira a los ojos del sin techo que le pide limosna? ¿O va deprisa? Amar. Amar es tener la capacidad de estrechar la mano sucia y la capacidad de mirar a los ojos de aquellos que están en una situación de degrado y decir: “Para mí, tú eres Jesús”. Y esto es el inicio de toda misión, con este amor yo debo ir a hablar. Si yo hablo a la gente pensando: “Ah, estos estúpidos que no saben de religión, yo daré, les enseñaré cómo hacer...”. ¡Por favor! Mejor quédate en casa y reza un Rosario, te hará mejor que ir de misión. No sé si habéis entendido la cosa.
Y ¿por qué debo amar a esta gente? ¿Esas víctimas de la droga, del alcohol, de la violencia, del engaño del Maligno? Detrás de todas estas situaciones que tú has nombrado, hay una certeza que nosotros no podemos olvidar, una certeza que nos debe hacer “testarudos” de la esperanza: para hacer misión es necesario ser testarudos de la esperanza. No sólo el amor, sino también la esperanza, y testarudos. En cada una de estas personas que son víctimas de situaciones difíciles, hay una imagen de Dios que por diversos motivos ha sido maltratada, pisoteada. Hay una historia de dolor, de heridas que nosotros no podemos ignorar. Y esta es la locura de la fe. Cuando Jesús dice: “has ido a la cárcel y me has visitado” — “¡Pero tú eres un loco!”: es la locura de la fe. La locura de la cruz, de la cual habla san Pablo; la locura del anuncio del Evangelio. Allí está Jesús, y esto significa aprender a mirar con los ojos de Jesús: como mira Jesús, a esta gente. Si Jesús, cuando nos dice —las preguntas que nos harán cuando iremos a la otra parte (cf. Mateo 25, 31-46)— nos dice que Él era esa gente, es misterio de amor en el corazón de Jesús.
3. Escuchar a Jesús que trabaja en los que encuentro
He tenido la ocasión, una vez —en Argentina estaba acostumbrado ya a visitar las cárceles— y en una ocasión saludé a uno que tenía más de 50 homicidios. Y yo me quedé pensando: “pero tú eres Jesús”, porque Él dijo que si tú vienes a verme a la cárcel, yo estoy allí, en ese hombre. Para ser misioneros es necesaria la locura de la cruz, esta locura del anuncio evangélico: que Jesús hace milagros, que Jesús no es un brujo curandero que sana. Jesús está en cada uno de nosotros, en cada uno de nosotros. Y quizás alguno de vosotros en este momento está en una situación de pecado mortal, está en una situación de lejanía, lejano de Jesús, quizás... Pero Jesús está allí, esperando. Está allí contigo. Nunca nos deja. Si yo voy con amor, no como turista y esto me transforma, voy como testarudo de la esperanza y voy sabiendo que toco, veo, escucho a Jesús que trabaja en el corazón de cada uno de los que encuentro en la misión. ¿Entendido? Y a propósito de estos que tú has mencionado, los más descartados de la sociedad —es importante— yo he dicho que no hay que sentirse mal por estrechar la mano sucia de un sintecho, de esta gente, por poner un ejemplo...
Todos nosotros estamos sucios. Y si Él me ha salvado, digo: gracias Señor, porque también yo puedo ser esa persona... Si yo no he terminado drogado, ¿por qué Señor? Por tu voluntad. Pero si el Señor me hubiera dejado la mano, también yo, todos [¿dónde habríamos acabado?] y esto es el amor, la gracia, que nosotros debemos anunciar: Jesús está en esas personas. Por favor, ¡no adjetivar a las personas! Yo voy a ir de misión con el amor, la testarudez de la esperanza, para llevar un mensaje a la gente con un nombre, no con adjetivos. Y cuántas veces nuestra sociedad desprecia y clasifica: “No, ¡ese es un borracho! No, yo no doy limosna a este porque va a comprarse un vaso de vino y no tiene otra felicidad, pobre hombre, en la vida”; “Este, ese, este, ese...”. ¡Nunca adjetivar a las personas! Poner el adjetivo a las personas puede hacerlo solo Dios, solamente el juicio de Dios. Y lo hará: en el Juicio final, definitivamente, sobre cada uno de vosotros: “Ven, bendito de mi Padre, vete maldito...”. Los adjetivos: lo hace Él, pero nosotros no debemos nunca adjetivar: “esto” y “aquello”, “esto, aquello”. Yo voy a la misión para llevar gran amor.
Luego en aquella transformación nosotros somos habitantes de una cultura del vacío, de una cultura de la soledad. La gente —nosotros también— dentro estamos solos y tenemos necesidad del ruido para no sentir este vacío, esta soledad. Esta es la proposición del mundo y esto no tiene nada que ver con la alegría de la cual hemos hablado. El vacío: si hay algo que destroza nuestras ciudades es este aislamiento. Ir de misión y ayudar a salir de los aislamientos y hacer comunidad, fraternidad. “Pero ese no me gusta...”. “Ese es así...”. Nunca adjetivar: Jesús ama a todos. Si yo voy de misión debo estar dispuesto a este amar a todos. No hay esa alegría plena, que era lo que tú decías que te daba la misión. Mientras hay muchos de nuestros hermanos con la mirada desfigurada por una sociedad que se defiende solamente con la exclusión, aislando a la gente, ignorando. Nunca, si nosotros queremos ser misioneros y llevar el Evangelio y tener esta alegría, nunca hay que excluir, nunca aislar a nadie, nunca ignorar.
4. Tener el valor de responder a los desafíos
Para ser discípulo es necesario el mismo corazón de un navegante; horizonte y valor. Si tú no tienes horizonte y si eres incapaz de verte incluso la nariz, no serás nunca un buen misionero. Si tú no tienes valor, nunca lo serás. Es la virtud de los navegantes: saben leer el horizonte, ir y tienen el valor para ir. Pensemos en los grandes navegantes del siglo XV... Vosotros tenéis la oportunidad de conocer todo con vuestras nuevas técnicas, pero estas técnicas de información nos hacen caer en una trampa muchas veces; porque en lugar de informarnos nos saturan, y cuando tú estás saturado el horizonte se acerca, se acerca, y tienes ante ti un muro, has perdido la capacidad de horizonte. Estad atentos: ¡mirad siempre lo que te venden! Incluso los medios de comunicación. La contemplación, la capacidad de contemplar el horizonte, de hacerse un juicio propio, no comer lo que te sirven en el plato. Este es un desafío: es un desafío que creo que nos debe llevar a la oración, y decir al Señor:
“Señor, te pido un favor: por favor, no dejes de desafiarme”.Desafíos de horizontes que requieren el valor. Navegante: horizonte y valor. Y lo digo a todos esa oración que yo os proponía: “Señor, te pido un favor, hoy desafíame”.
Sí, “Jesús por favor, ven, incomódame, dame el valor de poder responder al desafío y a ti”.A mí me gusta mucho este Jesús que incomoda, que importuna; porque es Jesús vivo, que te mueve dentro con el Espíritu Santo. Y qué bonito un chico o una chica que se deja incomodar por Jesús; y el joven o la joven que no se deja tapar la boca con facilidad aprende a no estar con la boca cerrada, que no está contento de respuestas simplistas, que busca la verdad, busca lo profundo, va a lo ancho, va hacia adelante, adelante. Y tiene el valor de hacerse preguntas sobre la verdad y muchas cosas. Debemos aprender a desafiar el presente. Una vida espiritual sana genera jóvenes despiertos, que ante algunas cosas que hoy nos propone esta cultura —“normal” dicen, puede ser, no sé...— se pregunten: “¿Esto es normal o esto no es normal? Y muchas veces —esto lo digo con tristeza— los jóvenes son las primeras víctimas de estos vendedores de humo; les hacen creer muchas cosas... Pero una de las primeras formas de valor que vosotros debéis tener es preguntaros: “¿Pero esto es normal o esto no es normal?”. El valor de buscar la verdad. ¿Es normal que cada día crezca ese sentido de la indiferencia? No me importa lo que sucede a los demás; la indiferencia con los amigos, los vecinos, en el barrio, en el trabajo, en la escuela... ¿Es normal que muchos de nuestros coetáneos, migrantes o provenientes de países lejanos, difíciles, ensangrentados por egoísmos que conducen a la muerte, vivan en nuestras ciudades en condiciones verdaderamente difíciles? ¿Esto es normal? ¿Es normal que el Mediterráneo se haya convertido en un cementerio? ¿Esto es normal? ¿Es normal que muchos, muchos países cierran las puertas a esta gente que es herida y huye del hambre, de la guerra, esta gente explotada, que viene a buscar un poco de seguridad... es normal? Esta pregunta: ¿esto es normal? Si no es normal yo debo comprometerme para que esto no suceda. Claro, es necesario valor para esto, es necesario valor.
Volviendo a los navegantes, Cristóbal Colón, de él decían: “Este loco quiere llegar por aquí yendo por allí”. Pero él había hecho un razonamiento sobre la “normalidad” de ciertas cosas y planteó un desafío grande: tuvo el valor. ¿Es normal que ante el dolor de los demás nuestra actitud sea la de cerrar las puertas? Si no es normal, comprométete. Y si no tienes el valor de comprometerte cállate y baja la cabeza y humíllate ante el Señor, pídele valor. Desafiar el presente es tener el valor de decir: “Hay cosas que parecen normales pero no son normales”. Y vosotros, esto debéis pensar: ¡no son cosas queridas por Dios y no deberán ser queridas por nosotros! ¡Y esto decidlo con fuerza! Este es Jesús: intempestivo, que rompe nuestros sistemas, nuestros proyectos. Es Jesús que siembra en nuestros corazones la inquietud de hacernos esta pregunta. Y esto es bonito: ¡esto es muy bonito!
Yo estoy seguro de que vosotros sois capaces de grandes horizontes y de mucho valor, pero depende de vosotros si queréis hacerlo: no depende de mí. Yo esta tarde vuelvo y dejo la semilla. A vosotros dejo el desafío, o, como decimos en nuestra tierra: “Os lanzo el guante a la cara”. Vosotros veréis.
Termino con una sugerencia: cada mañana, una simple oración:
“Señor, te pido por favor que hoy no dejes de desafiarme. Sí, Jesús, por favor, ven a incomodarme un poco y dame el valor de poder responderte”.
Papa Francisco