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Los Padres sinodales han destacado el carácter profético de la vida consagrada, como una forma de especial participación en la función profética de Cristo, comunicada por el Espíritu Santo a todo el Pueblo de Dios. Es un profetismo inherente a la vida consagrada en cuanto tal, por el radical seguimiento de Jesús y la consiguiente entrega a la misión que la caracteriza. La función de signo, que el Concilio Vaticano II reconoce a la vida consagrada [LG 44],se manifiesta en el testimonio profético de la primacía de Dios y de los valores evangélicos en la vida cristiana. En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que Él vive [Cf. Homilía 29/10/1994].
La tradición patrística ha visto una figura de la vida religiosa monástica en Elías, profeta audaz y amigo de Dios [Cf. S. Atanasio, Vida de Antonio, 7]. Vivía en su presencia y contemplaba en silencio su paso, intercedía por el pueblo y proclamaba con valentía su voluntad, defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo (cf. 1 Re 18-19). En la historia de la Iglesia, junto con otros cristianos, no han faltado hombres y mujeres consagrados a Dios que, por un singular don del Espíritu, han ejercido un auténtico ministerio profético, hablando a todos en nombre de Dios, incluso a los Pastores de la Iglesia. La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia. El profeta siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y, tras haber acogido la palabra en el diálogo de la oración, la proclama con la vida, con los labios y con los hechos, haciéndose portavoz de Dios contra el mal y contra el pecado. El testimonio profético exige la búsqueda apasionada y constante de la voluntad de Dios, la generosa e imprescindible comunión eclesial, el ejercicio del discernimiento espiritual y el amor por la verdad. También se manifiesta en la denuncia de todo aquello que contradice la voluntad de Dios y en el escudriñar nuevos caminos de actuación del Evangelio para la construcción del Reino de Dios.
En nuestro mundo, en el que parece haberse perdido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas. La misma vida fraterna es un acto profético, en una sociedad en la que se esconde, a veces sin darse cuenta, un profundo anhelo de fraternidad sin fronteras. La fidelidad al propio carisma conduce a las personas consagradas a dar por doquier un testimonio cualificado, con la lealtad del profeta que no teme arriesgar incluso la propia vida.
Una especial fuerza persuasiva de la profecía deriva de la coherencia entre el anuncio y la vida. Las personas consagradas serán fieles a su misión en la Iglesia y en el mundo en la medida que sean capaces de hacer un examen continuo de sí mismas a la luz de la Palabra de Dios. De este modo podrán enriquecer a los demás fieles con los bienes carismáticos recibidos, dejándose interpelar a su vez por las voces proféticas provenientes de los otros miembros eclesiales. En este intercambio de dones, garantizado por la plena sintonía con el Magisterio y la disciplina de la Iglesia, brillará la acción del Espíritu Santo que «la une en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos» [LG 4; cf PO 2].
Vita consecrata 84-85