Vocaciones: libertad, oblación y sacrificio

La libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se califica como adhesión personal profunda, como donación de amor —o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama—, esto es, como oblación

«A la llamada —decía Pablo VI— corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales... Oblaciones; éste es prácticamente el verdadero problema... Es la voz humilde y penetrante de Cristo, que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio» (Mensaje para la Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales de 1968). 

La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más aún, su raíz viva, en la oblación libérrima de Jesucristo —primero de los llamados— a la voluntad del Padre: «Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: "No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un cuerpo ... Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad"» (Heb 10, 5.7). [PDV 36]

Una verdadera pastoral de las vocaciones no se cansará jamás de educar a los niños, adolescentes y jóvenes al compromiso, al significado del servicio gratuito, al valor del sacrificio, a la donación sin condiciones de sí mismos. 

En este sentido, se manifiesta particularmente útil la «experiencia del voluntariado», hacia el cual está creciendo la sensibilidad de tantos jóvenes. En efecto, se trata de un voluntariado motivado evangélicamente, capaz de educar al discernimiento de las necesidades, vivido con entrega y fidelidad cada día, abierto a la posibilidad de un compromiso definitivo en la vida consagrada, alimentado por la oración; dicho voluntariado podrá ayudar a sostener una vida de entrega desinteresada y gratuita y, al que lo practica, le hará más sensible a la voz de Dios que lo puede llamar al sacerdocio. A diferencia del joven rico, el voluntario podría aceptar la invitación, llena de amor, que Jesús le dirige (cf. Mc 10, 21); y la podría aceptar porque sus únicos bienes consisten ya en darse a los otros y «perder» su vida. [PDV 40]

Juan Pablo II

Imagen de mohamed Hassan en Pixabay


ANEXO

MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

viernes, 19 de abril de 1968

La quinta Jornada mundial de oración por las vocaciones nos pide un mensaje para su próxima celebración (28 de abril).

Nuestro mensaje consta de dos palabras; la primera es: necesidad. Sí, necesidad, como es bien sabido, porque la economía de la salvación, para realizarse, necesita de personas que consagren su vida a la realización de su designio. Esta necesidad se remonta al pensamiento de Dios, que quiso que Cristo fuera la única fuente de salvación y de santidad, y que quiso que su misión se perpetuara y difundiera a través de hombres elegidos, partícipes del sacerdocio de Cristo, como ministros indispensables de la palabra y de gracia entre los otros hombres. El ministerio eclesiástico es de institución divina, como nos recuerda el Concilio (Const. Lumen gentium , n. 28); y si eso viene a faltar, es el designio divino de salvación el que sufre y detiene su curso en las filas de la humanidad.

Esta necesidad es, pues, plenamente evidente en la obra que la Iglesia está destinada a realizar. La Iglesia es apostólica; es decir, necesita apóstoles que personifiquen el testimonio y lleven a cabo su misión. La Iglesia es católica; esto es universal, y si quiere ser fiel a la función que le ha sido encomendada de ser instrumento para todos los hombres del advenimiento del reino de Dios, debe estar en continua tensión expansiva, y necesita por tanto de nuevos y cada vez más numerosos ministros. A esta necesidad constitucional hoy se suma una necesidad funcional, que hace pensar y sufrir tanto a los que tienen responsabilidad en la Iglesia de Dios: hoy no bastan numéricamente los ministros del Evangelio, porque sus cuadros estadísticos van disminuyendo, y porque crece el campo abierto a su trabajo.

Es una fortuna, que debemos al Concilio, la del honor dado al sacerdocio real de los Fieles, pero sería un infortunio para la santa Iglesia si esta exaltación providente y debida del sacerdocio común a todo el Pueblo de Dios nos hace poner en sombra el sacerdocio ministerial o jerárquico, del cual es formado y dirigido el común (cf. Lumen gentium , n. 10). Por el contrario, diremos que cuanto más debe ser valorizado el sacerdocio común, tanto más hay necesidad del ministerio del sacerdocio jerárquico, y tanto más la función que le ha sido confiada muestra su imprescindible necesidad.

Es decir, la Iglesia tiene necesidad de ministros; tiene necesidad de vocaciones. La suerte de la Iglesia, y por tanto de la salvación cristiana del mundo, no puede juzgarse fundada en fenómenos o movimientos carismáticos, necesitados ellos mismos del ministerio y de la aprobación del sacerdocio jerárquico; sino sobre las personas consagradas y con votos, dotadas de carácter potestativo, que viven y perpetúan en sí mismas el sacrificio de Cristo, y que, en virtud del sacramento del Orden, renuevan su celebración incruenta. Y esta exigencia se manifiesta igualmente en las condiciones espirituales del mundo moderno: cuanto más tiende éste a secularizarse y a perder el sentido de lo sagrado y la advertencia de la insuprimible relación religiosa entre Dios y el hombre, tanto mayor resulta la necesidad de una presencia cualificada, especializada, consagrada, en medio del mundo profano, de «dispensadores de los misterios de Dios» (1 Cor. 4, 1); como debemos afirmar esto en vista del creciente compromiso que la Iglesia va asumiendo al servicio de la humanidad, compromiso al cual ni la fuerza, ni la rectitud estarían, a la larga, aseguradas, sin Sacerdotes capaces tanto de contemplación como de acción, y munidos de la virtud santificadora y de la autoridad pastoral propia del sacerdocio ministerial.

Necesidad. Por tanto, la Iglesia necesita nuevos y muchos y buenos ministros; se necesitan vocaciones.

Y he aquí la segunda palabra Nuestra: libertad. La necesidad, derivada del plan divino, se confronta con la libertad en el plano humano. Porque por libertad entendemos aquí la oblación personal y voluntaria a la causa de Cristo y de su Iglesia. La llamada es proporcional a la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres; es decir, si no son ofertas espontáneas de sí, conscientes, generosas, totales.

Lo que decimos se aplica tanto a las vocaciones al sacerdocio ministerial como a las vocaciones religiosas, de las que también la Iglesia tiene una inmensa necesidad; y vale tanto para las vocaciones masculinas como para las femeninas; estas, no menos que las primeras, apreciadas y deseadas por la santa Iglesia.

Oblaciones, decimos: este es prácticamente el verdadero problema. ¿Cómo tendrá la Iglesia todavía hoy la oferta de vidas jóvenes que se consagren a su servicio? El mundo de la religión ya no tiene los atractivos sugestivos de hace un tiempo; en ciertos ambientes es un mundo desacreditado por el ateísmo oficial y de masas, o por el hedonismo devenido ideal de vida; es un mundo sin recursos económicos, y sin gloria; es un mundo que se vuelve casi incomprensible para la psicología de las generaciones más jóvenes.

Sin embargo, la Iglesia, apretada, decíamos, por su necesidad característica, espera, pide, llama. Llama especialmente a la juventud, porque la Iglesia sabe que los jóvenes todavía tienen buen oído para escuchar su voz. Es la voz que invita a las cosas difíciles, a las heroicas, a las verdaderas. Es la voz que implora comprensión y socorro para las innumerables necesidades de los hermanos privados de quien les hable en Cristo y en Dios; de hermanos pequeños, sufrientes, pobres; de hermanos lanzados a la gran, pero equívoca, conquista científica, técnica, económica, social, política del mundo temporal, necesitado también de consuelo, de luz, de transfiguración ideal. Es la voz humilde y penetrante de Cristo, que dice, hoy como ayer, más que ayer: Ven.

La libertad se sitúa en su prueba suprema: aquella de la oblación, de la generosidad, del sacrificio.

Pensamos que hoy hay almas fuertes, capaces de "escuchar lo que el Espíritu Santo dice a la Iglesia" (cf. Apoc . 2, 7) y a ellas se dirige principalmente Nuestro mensaje. Pero no solo ellos; lo dirigimos a las familias cristianas, para las que es un sacrificio, sí, pero ¡qué meritorio, qué honorífico!, contribuir con la ofrenda de uno de sus hijos, de una de sus hijas, a la Iglesia, a Cristo.

Y lo dirigimos también a los Pastores de almas y a los Educadores, para que sepan descubrir, sostener y orientar las vocaciones que nacen en el corazón de los jóvenes.

Y también lo dirigimos a las personas ya expertas en la vida y reflexivas de realidades supremas: las vocaciones adultas son hoy una nueva esperanza para la Iglesia, que comprende su valor, asiste a su psicología, agradece su contribución.

Y, finalmente, pedimos a todo el Pueblo de Dios que reflexione sobre el gran problema de las vocaciones, haciendo nuestra la amonestación del Concilio que dice: «El deber de aumentar las vocaciones... corresponde a toda la comunidad cristiana”. Le pedimos, por tanto, aquella aportación espiritual y moral que ofrezca el ambiente sociológico favorable al florecimiento de las vocaciones, y que se dé "sobre todo con una vida plenamente cristiana" y con una "ferviente oración" (Decr. Optatam totius , n. 2).

Que Nuestra Bendición Apostólica alcance a todos aquellos que escuchan este mensaje.

Vaticano, 19 de abril de 1968.

Pablo VI