Que del amor como tal no se sabía demasiado, lo demuestra el famoso mito o alegoría de Amor y Psique. Psique, figura del alma, la más linda de las mortales que, porque tan hermosa, ningún varón se animaba a pretenderla, de tal manera que, mientras todas sus hermanas se casaban, ella permanecía soltera. Desesperando de poder encontrarle marido, su padre, el Rey, consultó al oráculo, que aconsejó que la dejaran, ataviada de novia, atada a una roca, en la cima de una montaña, donde un monstruo la desposaría. A pesar de su horror, así lo hicieron. Pero al despertar, Psique se halló en un preciosísimo palacio lleno de fuentes, de etéreas esclavas y de lujosos vestidos y manjares. Al caer la noche, en la oscuridad, se le acercó su presunto esposo y le dijo que todo ello seguiría siendo suyo y también su nocturno abrazo, con tal de que no lo conociera. Burlada por sus hermanas que le decían que se había casado con un monstruo, Psique no soportó más el no saber quién era su marido y, una noche, lo iluminó con su lámpara. Vio, durmiendo a su lado, un joven bellísimo, nada menos que Eros, el Amor. En su asombro, una gota de aceite caliente cayó de su lámpara y despertó al joven, que, de este modo, desapareció para siempre. Como si dijera el mito, que el amor no puede ser definido, una vez que se hace explicable, descriptible, o se trata de concretar en palabras, huye. Algo parecido a lo que, en el drama lírico de Wagner, sucede a Elsa con Lohengrin. Cuando este, obligado finalmente por Elsa a decirle su nombre, así lo hace, se va: regresa al palacio del Santo Grial.
El mito expresaba el conflicto permanente del ser humano: Psique, su alma, de tan rancia estirpe que incapaz de ser saciada por ningún pretendiente terreno y, al mismo tiempo, el objeto de su amor imposible de ser cortado con la medida de nuestros conceptos o ser reducido a ideas.
Y es verdad que en todo amor hay siempre un toque de irracionalidad, aun en los más legítimos: se quiere a veces simplemente porque se quiere. "No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes ..." Porque sí, sin ninguna razón. Y ya sabemos que, salvo en los labios de un gran poeta, cuando el amor se quiere volcar en palabras, al molde de los conceptos, corre el riesgo de esfumarse. No siempre hablar sirve a la causa del auténtico amor; ni decir todo lo que se siente, o tratar de escrutar en diálogo o monólogo el si me quiere o no me quiere; ni obligar al otro a expresar lo que tantas veces no puede expresarse. El amor es como un paisaje que, traducido a palabras, sin la paleta del pintor, se rebaja. El amor se hace sobre todo elocuente en el silencio.
Aristóteles, empero, fue el que más se aproximó a una definición del amor, cuando más allá de la atracción mutua, se dio cuenta, en la línea de Platón, que en la amistad verdadera, más que el 'deseo', el sentir, la gana, se trata de buscar inteligentemente el bien del otro. Una cosa es el amor de atracción, de apetencia, de posesión; otra el amor que él llamaba de 'auténtica amistad', en lo cual lo importante es buscar creadoramente el bien de la persona amada.
Platón ya lo había sugerido cuando, hablando aún del amor uránico, afirmaba que se trataba de una extraña mezcla de 'carencia' y 'riqueza'. Carencia, oquedad, que necesita ser llenada; riqueza que, para que no vegete infructuosa, busca darse, regalarse, desbordar a los demás.
Ninguna de estas tentativas de describir o definir al amor alcanza la densidad de lo que hemos escuchado en el evangelio del Domingo VI de Pascua (Ciclo B): Juan 15,9-17.
Sin más que Juan acepta la intuición platónica del dinamismo del amor como riqueza. Es la Suprema Riqueza de Dios la que está en el origen de todo amor, aun de Jesús. "Como el Padre me ama, también yo os amo a vosotros." Pero no un amor que se añade al ser de Dios, como en nosotros que, primero, simplemente somos y, luego, amamos. El ser de Dios no es previo a su amor: se identifica con Él. Dios no ama, escuchamos en 1a Juan 4,7-10, 'Dios es amor'.
Esa es de tal manera Su vida, y de tal forma ese amor necesita objeto a quien darse, que florece en el misterio trinitario: el Padre persona que, siendo amor, no puede, sino engendrar a la persona Hijo y, con el Hijo, reunirse, trino, en la persona Amor.
De esa riqueza de amor, brota, ahora libremente, el amor con el cual Dios, desde el Hijo, hecho carne en el corazón de Jesús, ama a sus discípulos, nos ama a nosotros. El amor uránico, celeste, se encarna en el amor humano, demótico, y, por supuesto, lo sublima y corrige. Lo transforma en puro don.
No es el amor carenciado que describe Leopoldo Marechal "porque no está el amado en el amante": "Llora el Amor en su navío errante / y a la tormenta libra su cuidado, / porque son dos: Amante desterrado / y Amado con perfil de navegante."
No. Si no, como canta el Dante en La Divina Comedia: "No por tener un bien que ya le es propio", "o que no puede ser", "pero sí para, con su esplendor, poder decir: 'Subsiste', así en su eternidad fuera del tiempo, fuera de todo margen, cuál le plació, se abrió el eterno amor en mil amores".
Amor que busca, pues, nuestro bien -aquí asimila Jesús la intuición de Aristóteles- y por eso no es solo ímpetu irracional de darse. No solo porque la criatura finita necesita su cauce, sino porque, en Dios, ese amor se identifica con su entendimiento. Y el Hijo es Verbo, Logos, Palabra. Ese cauce o vías del amor, entonces, que descubre la inteligencia, la razón y que se expresa en mandamientos. "Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor". Porque, para poder recibir el don del amor divino, tenemos que abrirnos en actitud receptiva, en escucha de su palabra, en aceptación de ese amor que surge de su querer inteligente. Y eso se expresa en el hacer su voluntad, "como yo -dice Jesús- cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor".
Y, sin embargo, sigue siendo verdad que, de por sí, el amor no tiene estrictamente medida, ni puede definirse. En cuanto se define desaparece. Ya los judíos habían intentado demostrar su amor a Dios en el extremado cumplimiento de los preceptos y el alienarse en ellos, y lo único que habían conseguido era caer en el fariseísmo.
Que el amor, a la manera del mito de Amor y Psique, o de Lohengrin, no puede medirse ni, estrictamente, regularse, lo describe muy bien, desde el evangelio de Juan, San Agustín, cuando dice: 'la medida del amor es no tener medida'.
Precisamente esa falta de límite en el amor, en lo que uno está dispuesto a dar de sí a Dios y a los demás, avanza en nuestra lección de hoy, hacia una descripción más profunda del amar que la del mero cumplir los mandamientos. No se trata ahora de 'mandamientos', se trata 'del mandamiento', del que comprende y sublima todos los mandamientos: el mandamiento del amor: "Ama, y haz lo que amas"; muchas veces mal traducido como "Ama y haz lo que quieras".
Por supuesto que el amor. Pero no cualquiera, "ámense los unos a los otros, como yo los he amado". Ese amor que consiste no en dar poco o mucho de lo que soy y tengo, sino en darnos enteros. "No hay amor más grande que dar la vida por los amigos". A la manera como, en Dios, el Padre se da todo en el Hijo y, ambos, enteros, al Espíritu Santo. A la manera como Dios, habiéndonos dado el ser en la creación -y, al modo de Psique no hechos para cualquiera, sino para Él-, finalmente, se nos da Todo en Jesús. Al modo sin manera como Jesús devuelve amor, dándose entero al Padre y entero a nosotros.
También de Él puede decirse no es un hombre que ama, sino que su ser humano es amar, ser para los demás, ser dándose, regalándose, haciéndose 'pan entregado por nosotros'.
Es desde allí, ahora, donde tienen que entenderse y corregirse, todos los demás amores: el del varón a la mujer, el del amigo al amigo, el del hermano al hermano, el del padre a los hijos, y aun el del hombre, sobre todo el que gobierna, a su patria. No simplemente el amor que se opone a la discordia, como el de Empédocles; ni el que es fruto a la vez de la riqueza y la pobreza, como en Platón; ni el que solo 'razonablemente' busca el bien del amigo; ni tampoco el que, desmedido, carece de nombre y de preceptos; sino el que, surgiendo del Dios que es Amor creante, se hace visible, humano, inteligente, y quiere ser conocido, y tiene nombre: Jesús.
El cristianismo es la posibilidad que se ha dado al pobre ser humano, mediante Cristo, de, por gracia, ser semejantes a Dios. Pero Dios es amor. Y amor hecho hombre en Jesucristo. De allí que ser semejantes a Dios no es otra cosa que amar con el amor con que Dios ama; amar como Jesús.
¿No amás así? ¿no amás como Dios ama, a todos los que Dios ama y por eso los crea y recrea y espera y quiere perdonar y envía a Jesucristo a morir de amor por ellos...? ¿excluís a uno solo de tu amor... con tu indiferencia, con tu condena, con tu palabra? No sos cristiano. Pero " ¡Voy a Misa! ¡me sé de memoria el catecismo! ¡doy limosna! ¡hago penitencia todos los viernes! ¡obedezco al Papa! ¡me voy caminando a Luján! tengo callos en las rodillas de rezar!" ... ¿no querés a los que quiere tu amigo Jesús? No sos su amigo, no sos cristiano, ni siquiera podés llamarte su servidor.
"Como el Padre me amó yo los amo; como yo los amo ámense los unos a los otros...". Cascada de amor que, gestada en la Trinidad Santísima, germinó en fuegos de estrellas y en colores de montañas y de mares, bajó al vientre de María y se hizo inmenso viento de amor en el último crucificado suspiro de Jesús. Ese suspirar de amor es el que te levantó con su ímpetu en el bautismo. Hazlo florecer, hacelo dar fruto, en amor y en alegría... Vos, amigo de Jesús, amigo de sus amigos, ¡da frutos!, ¡da frutos duraderos! Reflejá el amor y la alegría de Dios, en tu vivir cristiano, en tu optimismo alegre a pesar de las tristezas de esta vida, en tus legítimos placeres elevados a verdadera alegría, en tu simpatía y no cortantes desprecios, en tu paz y no adusta mirada, en tu buen humor y no tu frialdad estoica, en tu consejo y corrección fraterna y no tu cortante condena, en tu jovialidad mariana y no tu fruncimiento kantiano... Liberá tu corazón para el amor gozoso, para la amistad con Cristo, para la benevolencia a tus hermanos, para la verdadera y sempiterna alegría.
Fuente: catecismo.com.ar