¡Ser amigos de Dios! Ya sabemos que el amor es el precepto más grande de la ley y que en él se resume todo el vivir cristiano. No nos choca decir "amar a Dios"; aunque sepamos que nuestro corazón no pueda aducir jamás un acto de amor suficiente hacia Él, porque también podríamos decir que un súbdito ama a su soberano, un servidor a su dueño. Tampoco nos asombra -aunque en realidad deberíamos asombrarnos- de que Dios nos ame y nos quiera a pesar de nuestra pequeñez. También nosotros podemos querer a nuestros inferiores, a nuestros criados, a nuestros dependientes, y aun a nuestros animales domésticos... Pero ¡¿amigos?!: la amistad supone mucho más que el amor: supone amar y ser amado, -bien lo sabemos nosotros que tantas veces amamos, desesperadamente, sin ser correspondidos-; supone, también, una cierta igualdad entre los amigos, -¡cuántas amistades de chicos no hemos tenido que después de grandes no pudieron continuar porque se abrieron entre nosotros diferencias enormes de posición, de clase, de educación, de dinero!- igualdad no solo de rango, sino de caracteres, de aspiraciones, de gustos... La amistad, finalmente, supone objetivos comunes y una cierta convivencia.
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¿Es posible, pues, ser amigos de Dios en este amor mutuo, en esta igualdad, comunidad de fines, convivencia con el Señor, que supone la amistad?
Y quizá, antes todavía, ¿de qué amor se trata?, ¿el amor de atracción de un hombre por una mujer?, ¿el de padre a hijo?, ¿el deseo o el sentimiento que nos lleva a apegarnos a alguien?
¿Acaso Dios puede ser atraído por alguien, sentir deseo de poseer algo o a alguien? Querer algo para uno, ¿no es ya síntoma de pobreza, de carencia?
No, el amor de deseo, el need love como le llamaba C. S. Lewis, no es propio de Dios. A Dios, plenitud del ser y la belleza, nada pueda perfeccionarlo, nada se le puede añadir, nada puede necesitar. Su amor es pura donación, afirmación del otro, búsqueda del bien ajeno: amor de benevolencia, como lo denominaba Aristóteles, el gift love de C. S. Lewis. Con ese amor Dios ama a todo lo que no es su propio ser y que Él asienta en la existencia precisamente mediante ese amor que nos crea, amor extravertido de pura donación. Somos porque Dios nos ama, no que nos ame Dios por lo que somos. No es lo bueno en nosotros lo que motiva a Dios a amarnos, sino que es el amor de Dios el que nos hace buenos.
Así deberíamos amarnos también entre nosotros, para realmente amar. El cristiano que ama -y que ama aún a su enemigo- lo recrea con su amor, obliga al amado a ser bueno, lo hace bueno con su querer. También nosotros deberíamos querer a los demás no porque son más o menos buenos, sino para hacerlos buenos.
Todo otro amor -de búsqueda, de placer, de sentimiento, de afectividad, de interés- es amor inferior -y a veces malo-. Es el amor de benevolencia -el que quiere, afirma y promueve el bien y la perfección del ser amado- el que, integrando los demás amores, aun el de deseo, como por ejemplo en el matrimonio, los lleva a su perfección.
Pero ¿podemos así nosotros querer a Dios, para que ese amor asegurado e incondicionado que él nos tiene, se transforme en amistad, en amor que se entrecruza?, ¿acaso puedo querer el bien de Dios? ¡Por supuesto!, porque la benevolencia no solo es buscar el bien del amado, sino gozarse en su bien cuando alcanzado, regocijarse en su perfección, en su gloria. ¡El amor orgulloso de la madre aún analfabeta cuando se recibe su hijo, el doctor!
¡Claro que puedo y debo amar a Dios, gozarme de su gloria, buscar los mismos fines que él busca cuando ama a sus criaturas, tratar de compartir en gozo ese su amor! "Les he dicho esto para que mi gozo sea el suyo, y ese gozo sea perfecto."
Ciertamente que para eso no me alcanzan mis fuerzas naturales, el límite finito de mi pericardio, el débil amor de mi humano querer, pero precisamente el evangelio del Domingo VI de Pascua (Ciclo B), Juan 15, 9-17, sigue inmediatamente a la parábola de la vid que escuchamos el Domingo V (Juan 15, 1-8): el amor de Dios que nos crea no es solo una fuerza que nos sostiene en el ser; mediante el bautismo se hace savia potente, en nosotros sus sarmientos, y tomando nuestros tibios afectos y libidos los hace capaces de ser vehículos del vendaval de amor de su propio existir. El amor cristiano no es cualquier amor, es la virtud, es decir, la fuerza teologal de la caridad, que ya no es puramente humana, sino participación sobrenatural del mismísimo querer divino.
Realmente Dios se hace, en Cristo, amigo mío porque, ya asegurado su amor por mí, me da la posibilidad de amarlo a mi vez desde su rango, su posición, su riqueza, que ha hecho míos por la gracia, por haberme adoptado como hijo, hermano de Cristo el Señor. Y no es que Dios, como un rey que sale de su palacio, como el patrón que se digna visitar la matera de los peones, condescienda a visitarnos en nuestras villas miserias; no: nos eleva a la nobleza de su Hijo y nos invita a vivir en su casa.
Tampoco el de esta amistad es un amor cualquiera, porque está medido por el bien que Dios quiere para los suyos: no cualquier bien inferior de esos que nosotros, obtusos, buscamos ansiosamente, sino nada menos que acceder a su propia gloria, a su propia perfección. Como no es al amor cualquiera aquel a que me impulsa cuando nos dice "que os améis los unos a los otros". El amor que nos manda que nos tengamos es el que busca la perfección y la santidad para el amigo, para el hermano, para el hijo, para el marido, para los demás...
¡Qué tragedia que la palabra amor sirva para designar tantos afectos bobos, tantas tonterías, tanta estupidez sentimental, tanta atracción frívola!
Dejémonos amar por Dios, por Jesús. Que Él, que nos ha elegido antes que nosotros lo amemos y elijamos a Él, nos ayude a devolverle ese amor en amistad, en ese servicio de hombre libre que devuelve el querer del otro en lealtad, compromiso y frutos. Y que esa amistad llene de gozo nuestra vida cristiana, nos impulse a cumplir los deseos del amigo y, en la oración -coloquio de los amigos- nos siga revelando sus secretos y nos inunde, contagie, enferme, de su amor.
Fuente: catecismo.com.ar