Dios creó a la Madre Tierra

El pensamiento bíblico, contra todas las concepciones antiguas, ya desde el siglo VII antes de Cristo, desdiviniza a la madre tierra y la reduce a lo que es: simple creatura. "En el principio -dice- Dios creó a Urano y a la Madre Tierra". Creatura a quien Dios, empero, concede el poder de dar la vida. La tierra de por sí sería infecunda, muerta, si Dios no le diera sus órdenes: "Entonces dijo: 'Que la tierra produzca vegetales, hierbas que den semilla y árboles frutales'…'que la tierra produzca toda clase de seres vivientes: ganado, reptiles y animales salvajes de toda especie'". Es la materia, la tierra sí -el teólogo hebreo no lo niega- quien, de su seno, hace surgir la vida, pero porque ese poder le ha sido concedido por Dios.

Poder de todos modos limitado que, aun en el hombre, solo alcanza a producir -varón y mujer- vida 'humana', limitada y, a la postre, mortal, dominada siempre por la serpiente, el becerro de oro, el gusto de los placeres de chiquero.

De allí que, cuando Dios quiera recrear al ser humano para llevarlo a la Vida verdadera, a la divina, lo hará no desde las fuerzas de la naturaleza, de Gaia, de Eva, impotente para ello, sino desde el puro poder de Dios. Y, para revelar esta nueva creación a partir de la 'casi nada' del hombre, quiso simbolizar esa nada en la esterilidad de una mujer libremente virgen. En la no intervención de varón.

La elevación del hombre mediante la unión de lo humano a lo divino en Jesús de Nazaret, estrictamente no hubiera necesitado del milagro de una virgen que engendra. Pero el milagro hace de 'signo' elocuente de que, para dicha unión inefable del hombre a Dios en la hipóstasis del Verbo, no valía nada la potencia progenitiva de la naturaleza, de Gaia, de Eva, de María y de José, sino que era únicamente posible por la sombra del poder del Altísimo, por la intervención del Espíritu Santo. Virgen 'antes, en y después del parto' -enseña la Iglesia -, como signo de la fecundidad que solo puede venir de Dios, no del poder del hombre, 'de la carne y de la sangre', como dice San Juan.

No se trata de un problema maniqueo o, como se dice, de 'pureza', como si la unión del varón y la mujer no fueran para el cristiano y dentro del matrimonio acciones santas y sublimes. Se trataba, en el signo de la virginidad, de la pequeñez humana reconocida, asumida y elegida -como en los tres votos evangélicos-, una especie de cruz, de renuncia a lo soberbio del poder humano, para ponerse -" que se cumpla en mí lo que has dicho", "hágase en mí según tu palabra "- en plena disponibilidad a la acción de Dios, sobrenatural, gratuita, más allá de la naturaleza, para engendrar al Hijo de Dios. Es Dios, no Gaia, no Eva, quien del seno virgen, humanamente estéril, de María, hará surgir al Grande, al Hijo del Altísimo, a Jesús, primogénito de toda la creación, el Primero, con María, de la nueva y definitiva condición humana.

Y, en la escena lucana, los signos se multiplican. Así como la figura de la serpiente es el símbolo de la venenosa naturaleza, de Gaia, Eva, dejada a sí misma, así la figura del ángel, en los relatos evangélicos, siempre aparece cuando se trata de destacar que hay un salto de lo puramente natural a lo sobrenatural, a lo divino. Por ello, la figura del ángel interviene, en el lenguaje evangélico, como clave de comprensión, en los momentos de elevación a lo sobrenatural. En la Encarnación, por supuesto; en la victoria de Cristo sobre la tentación en el desierto; en Getsemaní, cuando Jesús, más allá de su propio sufrir, carga sobre sus hombros todos los horrores del hombre y necesita en el consuelo del ángel la fuerza de lo Alto, y, sobre todo, en los relatos luminosos de la Resurrección, el acceso a la Nueva Creación.

El mundo que se renueva en la verdadera Esperanza... Gracias… a la virginal humildad de los varones y mujeres rectos abiertos a la Vida verdadera, en Jesús y en María. Fuertes por la omnipotencia creadora de Dios; santos y llamados al Cielo por la vitalidad de Su Espíritu.

Fuente:catecismo.com.ar