Si la Iglesia quiere volver a ser buena madre


Madre y no madrastra, lejos de la autorreferencialidad, dispuesta a salir al encuentro de aquellos “hermanos y hermanas en la humanidad” que no forman parte de ella, la Iglesia arraigada en Cristo es sobre todo la que pone en el centro a los descartados, a los pobres, a los desheredados, a los últimos. (Mons. Donato Ogliari)

Este artículo nos invita como Iglesia a reflexionar sobre cómo estamos ejerciendo nuestro rol y a adoptar una postura más cercana, amorosa y empática con los hermanos, tal como lo haría una madre que ama profundamente a sus hijos. Pasar de "mala madrastra" a "buena madre" implica un cambio de actitud, dejando atrás la severidad o el abandono, y adoptando la bondad, la enseñanza y el apoyo incondicional que caracterizan a una verdadera madre.

Cuando la comunidad se convierte en tribunal

La Iglesia, en sus más puras intenciones, debe ser la la casa de la acogida- un vientre materno que no expulsa sino que genera, que no juzga sino que acompaña, que no mide los pasos de los hombres en la balanza de la perfección, sino que los apoya en su fragilidad. Sin embargo, con demasiada frecuencia aparece como una mala madrastra: más dispuesta a tirar piedras que a curar heridas, más interesada en defender una imagen abstracta de pureza que en habitar realmente la fragilidad humana. 

Es una amarga paradoja que muchos clérigos y fieles experimentan de primera mano: el lugar que debería ser su casa a menudo se convierte en un tribunal; el banco de la comunión, más que mesa de hermanos, se transforma en banquillo de los acusados.

El drama de la incoherencia

Estamos acostumbrados a señalar con el dedo a la jerarquía eclesiástica, atribuyendo la responsabilidad de este clima asfixiante a sacerdotes, obispos y cardenales. Pero la verdad, más incómoda y por tanto más difícil de admitir, es que el problema también –y quizás sobre todo– anida en el laicos. A menudo son ellos, los que se sientan a su lado en los bancos de la misa dominical, quienes crean un ambiente tóxico hecho de comparaciones, miradas de desaprobación, murmuraciones y juicios despiadados.

También estamos hablando de personas que nunca ponen un pie en la Iglesia pero que todavía tienen la presunción de hablar o escribir de la Iglesia.

Muchos de estos laicos se presentan como defensores de la tradición, de los ritos, del magisterio. Reivindican una aparente ortodoxia, compuesta de citas de encíclicas, rúbricas y concilios pasados, que reclaman orden y rigor. Pero esta vestimenta de pureza corre el riesgo de ser sólo una mascara: A menudo, detrás de la cortina del lenguaje devoto se esconde una vida cotidiana mucho más contradictoria, compuesta de incoherencia morales y elecciones personales discutibles.

Hay quienes se manifiestan contra los homosexuales, y luego viven una doble vida en las sombras y sin el conocimiento de sus mujeres e hijos; hay quienes arremeten contra la maledicencia cuando en realidad son los primeros promotores del veneno, etc...

Aquí se manifiesta el mecanismo de proyección psicológica: el otro se convierte en el espejo en el que reflejo lo que no soporto de mí mismo. En lugar de reconocer mis sombras, las proyecto hacia el otro, señalándolo como un pecador, un herético o “extraviado”. Hay quienes incluso han acusado al Papa de blasfemo, lo cual es decir todo. Se trata de un fenómeno antiguo, que Freud describió como la defensa del Yo, y que en el ámbito religioso se vuelve aún más insidioso porque está cubierto de paños sagrados.

Sadismo espiritual: el placer de ver caer al otro

Éste no es sólo un juicio superficial. Hay un comportamiento sádico lo cual surge con una frecuencia inquietante. Es la postura de quienes, escondidos detrás de la ventana, esperan que su prójimo caiga para poder complacerse con su ruina. La crónica eclesial ofrece ejemplos cotidianos: basta observar el modo en que ciertos fieles –y desgraciadamente también muchos sacerdotes– comentan en estas horas las crisis o dificultades de un hermano. 

Un sacerdote en dificultades, un religioso que atraviesa un momento de crisis vocacional, un laico que comete un error público: todo se convierte en un espectáculo para consumir, terreno fértil para chismes y burlas. Todo se basa en “escuché decir”, “parece que”, etc... No es raro que se trate de mentiras reales y que esos leones del teclado, una vez en la corte, resulten ser gatitos dóciles. Pero todo esto revela, en realidad, una profunda ausencia de fe.

No hay empatía, no hay cuidado, sino sólo la expectativa del fracaso del otro que confirma, por el contrario, la aparente estabilidad de uno. “Si otros bajan, yo parezco más alto”.

Podríamos hablar de una especie de “voyeurismo espiritual”: como alguien que observa desde el ojo de la cerradura no para ayudar sino para satisfacer su propia curiosidad morbosa. Y aquí no nos encontramos ante unos pocos casos aislados: el fenómeno es generalizado, transversal y socava profundamente la credibilidad de la comunidad cristiana.

El clero no es inmune

Sería ingenuo pensar que esta actitud se limita a los laicos. El propio clero a menudo es su víctima y verdugo. La verdad, sin embargo, nos obliga a reconocer que el quid del problema no se encuentra principalmente en el clero.

También hay sacerdotes que dedican más tiempo a hablar de sus hermanos que a orar, religiosos que viven más del resentimiento que de la fraternidad, párrocos que transforman la comunidad en un feudo personal y pasan horas difundiendo sospechas en lugar de cultivar relaciones.

También en este caso se trata de dinámicas psicológicas bien conocidas: la envidia por las tareas no recibidas, amargura por las carreras perdidas, rencor hacia los superiores que no han reconocido sus talentos. Todo esto se traduce en un clima tóxico, donde el otro nunca es un hermano sino un rival, no es un compañero de viaje sino un obstáculo.

Hay quienes encuentran una salida en la comida – y los resultados están ahí para que todos los vean – y quienes encuentran una salida en el encaje. Francisco se refería precisamente a ellos cuando, generalizando, los calificó sin dudarlo de “rígidos”.

La falta de realización personal –ya sea a nivel espiritual, intelectual o incluso material– se convierte entonces en un terreno fértil para lo que Viktor Frankl habría definido como una “neurosis noogéna”, es decir, una crisis de sentido que busca alivio en destruir al otro en lugar de construir juntos.

El ambiente enjuiciador

El resultado es que muchas personas, al encontrarse inmersas en este ambiente enjuiciador, eligen otras realidades: está el sacerdote que abandona el ministerio, está el laico que se distancia y también la persona religiosa que elige crear otras comunidades distanciándose de las de origen.

El verdadero drama es el siguiente: si entras en un hospital psiquiátrico, los pacientes te mostrarán como loco. Es la misma actitud que suelen adoptar los sacerdotes y los laicos en las comunidades eclesiales, dispuestos a menospreciar, juzgar e incluso difamar a quienes deciden marcharse. Ha sucedido, recientemente, incluso con comunidades religiosas de gran valor.

Manda la fe. Esto es lo que tenemos que admitir. Si estuviéramos verdaderamente enamorados de Jesucristo nos preguntaríamos por qué la gente se va, nos preguntaríamos. 

La Iglesia se encuentra así no siendo buena madre sino mala madrastra: más cuidadosa en señalar con el dedo que en comprender, más interesado en defender la forma que en salvaguardar la sustancia. También atrae casos patológicos, en lugar de fomentar un clima de fraternidad y comprensión. Y aquí abordamos una cuestión decisiva: el cristianismo nunca ha sido –y nunca debería convertirse– en una religión del juicio.

Volver a leer el Evangelio

Simplemente vuelva a leer el Evangelio: Jesús nunca se presenta como un juez inquisidor. De hecho, hacia los hipócritas –aquellos que usan la religión para condenar a otros– tiene palabras muy duras. «No juzguéis para no ser juzgados» (Mt 7,1) no es un simple consejo moral, sino la regla básica de una comunidad que quiere ser un espejo del Reino.

Lo que queda, por supuesto, es el hecho de que la Iglesia tiene la tarea de indicar, guiar y orientar. Juzgar y condenar –a menudo sobre la base de prejuicios– es otra cosa muy distinta y está muy alejada del mandato de Cristo.

Sin embargo, dos mil años después, el cristianismo parece haber dado un vuelco: quienes defienden la verdad son a menudo los primeros en blandir el juicio como arma, olvidando que la verdad sin caridad se convierte en una ideología estéril.

Cuando la comunidad se convierte en secta

A nivel sociológico, este fenómeno puede leerse como una forma de control social. Las comunidades cerradas –y las comunidades religiosas a menudo lo son– utilizan el juicio como herramienta para mantener la homogeneidad, para reprimir la diferencia, para extinguir la originalidad. Es la deriva sectaria de la que a menudo formamos parte. 

Cualquiera que no se adapte al modelo dominante es excluido, burlado, tildado de “otro”. Es un mecanismo tan antiguo como las tribus primitivas, que alejaron lo que era diferente para preservar la cohesión interna. Pero el cristianismo, al menos como Cristo lo quiso, nació precisamente para romper esta lógica, para acoger a aquellos que fueron descartados, para hacer de la diversidad no una amenaza sino una riqueza.

Es cuestión de acogida

El futuro de la Iglesia –si realmente quiere ser fiel al Evangelio– sólo puede pasar por un redescubrimiento radical de la acogida. No es una acogida ingenua ni permisiva, sino que surge de reconocer que cada uno es mayor que sus caídas, sus defectos, que la dignidad de una persona no se agota en sus errores.

Esto significa cambiar actitudes: dejar de mirar al otro con la intención de juzgarlo pero con el deseo de descubrirlo y empezar a verlo de nuevo como un hermano. Esto significa que las parroquias ya no pueden ser pequeñas guaridas de serpientes donde se decretan absoluciones o condenas, sino laboratorios de fraternidad donde se experimenta la misericordia. Los círculos proclericales no deben ser el lugar donde hacer pasar las propias represiones proyectándolas sobre los demás, sino más bien ambientes de discusión y de sostén. 

El drama de la falta de fraternidad auténtica

León XIV lanzó un sincero llamamiento a los monaguillos: “¡la falta de sacerdotes en Francia, en el mundo, es una gran desgracia!

Este drama también encuentra espacio en estas dinámicas. De hecho, no faltan vocaciones. Hay un drama más profundo que hace de la Iglesia un lugar en el que no vale la pena permanecer, y mucho menos como persona ordenada.

En última instancia, el verdadero drama es la falta de fraternidad auténtica. Es el juicio el que corroe las relaciones, el que extingue la esperanza, el que transforma el Evangelio en un código penal que debe blandirse contra los enemigos.

El desafío no es fácil, porque toca cuerdas profundas de la psicología humana y de nuestra espiritualidad: la envidia, el miedo, la represión, la necesidad de afirmarse devaluando al otro. Pero es precisamente aquí donde está en juego la credibilidad del mensaje cristiano.

Si la Iglesia quiere volver a ser buena madre, debe dejar de ser mala madrastra. Debe desmantelar los tribunales invisibles que ha construido en su interior, restaurar el espacio para el silencio, la oración, la escucha y, sobre todo, para esa caridad que –como recordó Pablo– es el único criterio que nunca pasará.

Sólo entonces los cristianos dejarán de mirarse unos a otros con sospecha y finalmente podrán reconocerse como aquello que son: hermanos.

No podemos hacer silencio.