La humildad y el poder servicial (Domingo XXII C)


Resumen:
  • Todo poder, todo talento, toda superioridad tiene sentido en la medida en que se ponga al servicio de los demás. Con profundo agradecimiento por los talentos y funciones que en distinta medida Dios nos ha dado a cada uno, hemos de saber que ellos nos han sido regalados para ejercerlos en bien de los demás, no para promover nuestro propio ego y ejercitar la autoestima en el reconocimiento externo de los otros ni en los privilegios, venias, inclinaciones, primeras planas y primeros lugares. La humildad no consiste en creernos menos de lo que somos -tampoco más por supuesto-, sino en remitir todo a Aquel que nos ha dado y permitido ser lo que valemos y hecho llegar a la función más o menos alta o nula que detentamos. Y ser conscientes de que todo nos ha sido dado no para nuestro prestigio o halago o respeto o aplauso humano, sino para servicio de El y de nuestros hermanos.
  • Los excluidos de cualquier grupo, los inútiles, los que la evolución y el mejoramiento de la especie aconsejaría eliminar en un régimen puramente darwiniano, eugenésico -"pobres, lisiados, paralíticos, ciegos", agrupación epítome de toda miseria para el mundo antiguo- se transforman en objeto privilegiado del cuidado del hermano de Jesús; porque a imagen del amor del mismo Dios.
  • La evolución del hombre llega a su máxima expresión en los santos. En los que se ríen de las payasescas categorías del mundo, los que vencen al reptil, al dinosaurio y al dragón, los que logran instaurar en su mente la única angustia, ambición legítima: ser primeros en el servicio, en el amor, sin búsqueda de otra recompensa que el honor de empuñar también nosotros los hierros de los clavos y lucir coronas de espinas, colocados a la derecha y a la izquierda de la gloriosa cruz de nuestro Señor.

1. Introducción: una lección de humildad

En las costumbres del hombre primitivo, el lugar en las reuniones, en las comidas, no era sino el reflejo del lugar en la sociedad. Quien ocupaba lugar principal no solo gozaba de mayor honor externo, sino de mayor autoridad, de más riquezas, de más placeres, de más lujos y comodidades, de más acceso a las mujeres.

            La jerarquía se introduce en la evolución animal en la época de los dinosaurios. Es un recurso de la evolución para que el más poderoso, el más apto, coma mejor, viva más, esté mejor protegido, acceda a mayor cantidad de hembras y, así, pueda legar a la especie mayor y mejor carga genética.

            Los etólogos han estudiado bien las jerarquías entre los individuos de las diversas especies animales y los ritos de sumisión que los subordinados han de realizar ante los machos y hembras dominantes para poder sobrevivir: Agachar la cabeza, meter la cola entre las piernas, aplastarse contra el suelo, presentar el cuello a las fauces del dominador. Hasta los gallineros tienen un cuidadoso nudo de jerarquías en donde la gallina B puede estar subordinada a la gallina A, y la C a la B, pero la D, por ejemplo, dominar sobre la B. Los lobos están minuciosamente ordenados en niveles; y alcanzar el superior supone luchas feroces en donde, finalmente, da pena cuando un viejo macho dominante es desplazado por uno más joven.

            Lo mismo sucede entre los primates, los grandes simios, en jerarquías que se reflejan en su posición en el campamento. En el centro el macho dominante, flanqueado por dos o tres también dominantes, a su alrededor las hembras superiores con sus cachorros, luego las hembras inferiores, todas a merced de los machos del centro, que así aseguran poderosa descendencia. Es allí en el centro donde se está más seguro y donde llega la mejor comida y las mujeres más apetitosas. En la periferia los machos jóvenes o sin poder. Son los que tiene que realizar las tareas rutinarias más desagradables y constituyen la primera valla contra los depredadores. El puesto más ingrato, pues, y peligroso. No se crea, empero, que los puestos principales son gratuitos: no solo están en función de la preservación de la mejor herencia genética, sino que, cuando las papas queman en serio, son los machos dominantes los que salen a la liza y toman lo más peligroso del combate, además de ser ellos los que manejan estratégicamente la manada y acumulan sabiduría.

            Y si, en el hombre primitivo, al modo de nuestros pampas y ranqueles, estas jerarquías eran casi naturales y hasta necesarias, a partir del neolítico y la aparición de las grandes ciudades se plasman artificialmente en castas, en categorías cerradas, antinaturales, en donde no siempre ni el valor, ni el saber, ni la calidad, son las que ocupan los mejores puestos. Esto no fue mejorado de ninguna manera con los sistemas pseudodemocráticos, en donde el poder se logra casi siempre en razón inversa a la aptitud y los valores, y los puestos principales, al menos en el orden político, suelen ser ocupados por los peores.

            Pero ya en época de Jesús hay algo de eso. Las clases dirigentes de Israel, sometidas al poder romano, solo curan de sus propios intereses. No cumplen ninguna verdadera función social que beneficie a la nación. Solo se ocupan de medrar, de cuidar sus incumbencias de casta y de preservar sus privilegios y riquezas. Aun los dirigentes religiosos que, al mismo tiempo, son los legisladores de Israel, con grupos especializados de abogados escribas y apañados por los fariseos, expertos en leyes y subterfugios para violarlas, por medio de ellas, entrampan a los judíos en una maraña jurídica en el fondo sin religión ni justicia alguna. La dirigencia judía utiliza este su poder, esta forma de sujeción de las masas, para acrecentar su opulencia, su lujo, su capacidad de mantener mujeres, de manejar tiránicamente a sus subordinados. Y no se trata de maneras, ni de mentones erguidos, ni de desprecios exteriores, se trata de efectivo desvío del ejercicio de la autoridad en beneficio propio.

            Jesús hoy no nos está dando, pues, una clase de etiqueta, de buenas maneras, ni tampoco de enseñarnos esa clase de hipocresía que consiste en la falsa humildad. A veces los reyes cristianos de antes, tocados de corona de oro, armiño, lujosas espadas, cetro y trono, eran mucho más humildes y servidores de los suyos -usando esas insignias solo como signo externo de su autoridad en pro de los demás- que ciertos presidentes mal trajeados y sonrisas untuosas y modales poco majestuosos, pero llenos de soberbia, de deseo de venganza y de despotismo.

            No se trata de lo externo. Ni tampoco, internamente, de la falsa humildad de no tener que reconocer mis talentos para no tener que ponerlos al servicio de Dios y de los demás. Ni, peor, la falsa humildad respecto de la verdad que, en lugar de ser defendida virilmente, es silenciada en aras de una falsa paz o inútil diálogo o cobarde ecumenismo.

           Porque no siempre en sociedad la mejor respuesta al soberbio es humillarse. Y hay falsas humildades que no son sino falta de hombría y pusilanimidad.

          Pusilanimidad timorata que nos lleva siempre a callarnos, a agachar la cabeza, cuando tendríamos que gritar, luchar y defender. Pereza, quizá, que nos hace abstenernos siempre de empresas grandes, de altos ideales, de acciones heroicas. Humildad falsa, pues, que nos lleva al cómodo egoísmo de los no combatientes y al conformismo con nuestra mediocridad.

          No, eso no tiene nada que ver con la humildad que nos predicó el mismo que nos dijo “Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto”. “Luchad por entrar por la puerta de los pocos”. “No ocultéis vuestra luz debajo del celemín sino ponedla bien alto para que ilumine toda la casa”.

          Por otra parte, alguna vez podré, como cristiano, por motivos sobrenaturales, humillar a mi persona –como hacen (o hacían) habitualmente los monjes y las monjas–; pero nunca en desmedro del cargo que desempeño, de mi familia, nunca de mi bandera, jamás de mi religión ni de la verdad.

         Pero, ciertamente, la humildad es todo lo contrario de lo que nos proponen Hegel y el mundo moderno. Porque es el reconocimiento claro –y, además, de sentido común- de que el hombre no es Dios, ni podrá nunca, con su propio esfuerzo, llegar a serlo.

        Y es aquí donde Hegel y el mundo moderno se rebelan. “No quiero nada que no puedan lograr con mis propias fuerzas.” “No quiero nada que tenga que pedir a alguien que no sea el hombre o el propio yo”. “No quiero ser mendigo”. “No quieren ser invitado”. “No quiero sentarme en el primer puesto porque me llaman sino por que yo mismo voy y me siento allí.”

        Pero, si nos ponemos a pensar ¿es esto tan denigrante? Esta humildad que nos lleva a darnos cuenta de que, para llegar a Dios, debemos depender de Su gracia, ¿es tan humillante, tan alienante?

       Hegel caricaturiza la relación de ‘la gracia y el hombre' comparándola con la del ‘señor y el esclavo'. Porque más bien habría que compararla con cualquier relación de verdadero amor.

      Fíjense Uds. que los verdaderos amores, los más lindos, son los que no merecemos.

      Es verdad que se habla de ‘conquistas', pero la ‘conquista', de por si, se queda en una especie de nivel inferior. Cuando el amor mutuo entre un varón y una mujer es auténtico, viven en la constante sorpresa de “¿cómo es posible que este hombre o esta mujer me quiera a mi, habiendo tantos o tantas mejores que yo?” Es el gozo continuo de sentirme amado por mi mismo. Y, en la medida en que ese amor es verdadero, yo se que no depende de mi belleza, ni de mi puesto, ni de lo que gano. Me quiere y nada más. 

     ¡Qué horribles en cambio los amores que dependen de lo que soy y tengo! Que si me vuelvo feo o fracaso o envejezco o me fundo, no me quieren más. Es como si esos amores no fueran verdaderos amores ni aún a nivel humano ¿y quién se avergüenza o se siente degradado de que su madre o su mujer o su marido o su amigo o sus hijos lo quieran sin condiciones, sin necesidad de un esfuerzo constante de conquista o de mantenimiento?

    Cuanto más entonces con Dios. ¿Cómo esa humildad que me lleva a aceptar el amor incondicionado de Dios, el que Él me llame al primer puesto y no que yo me siente allí, me va a hacer sentir esclavo o siervo? ¿Cómo me voy a sentir infeliz porque sé que, a pesar de todo lo que haga y lo poco que soy, Dios me quiere lo mismo y que solamente rechazar ese amor -porque no lo compro con mi dinero, porque no sea yo quien lo obtenga, es lo que, soberbio, me puede llevar al infierno? No: no la relación del amo y el esclavo. La relación del padre y el hijo, de la madre y el hijo, del marido y la mujer, del amigo y el amigo.

     Hegel no tiene razón. Porque, de este modo, tampoco las cosas que he de hacer se me imponen como leyes agobiantes, alienantes –a la manera de la mujer que tuviera que ganarse todos días el amor de su marido, estando siempre linda, siempre simpática, siempre ordenada, siempre cariñosa-. Si lo hace, lo hace justamente porque está segura del amor del que la quiere y entonces quiere corresponderle. Así con Dios.

     El Antiguo Testamento, en sus estratos más antiguos y el mundo semita tienen razón: al hombre como tal le compete, como mucho, una felicidad puramente humana, y su destino final es la muerte. En esta línea, que comparten inconscientemente tantos hombres de hoy, si, por cualquier razón –el progreso de la medicina, por ejemplo- el ser humano pudiera conseguir la prolongación indefinida de la vida, la inmortalidad, siempre seguiría llevando una vida ‘humana', de felicidades y desdichas –siempre habría alguna- puramente ‘humanas'. El hombre, de por sí, no podría lograr ni merecer nada más que esto.

     Para el cristianismo el Cielo significa que el hombre accede no a una felicidad humana indefinidamente prolongada –y quizá eso sí podría conseguirlo y merecerlo- sino a la posibilidad, infinitamente superior, de acceso a la Felicidad y a la Vida del mismo Dios. Esto no se puede conseguir con lo humano. Está fuera de lo humano, es ‘sobre-humano'. No es natural, es ‘sobre-natural'.

     Y, precisamente, tratar de conseguir lo divino con las propias fuerzas es el típico pecado de soberbia del cual tanto hablan los mitos griegos: la desmesura, el orgullo prometeico, la ‘hybris'. Es el mismo pecado de la humanidad moderna que ha expulsado a Dios de su seno y se ha autoproclamado divina, pretendiendo construir la Utopía, el paraíso, el cielo, en la tierra.

     Es el mismo pecado de la torre de Babel. que pretende elevarse con sus propias fuerzas hasta lo celeste.

     Es el mismo pecado del viejo Adán, que sucumbe a la tentación de la serpiente –serpiente parecida a la que come el fruto de la inmortalidad procurado por Gilgamesh- y que le susurra; “¡Seréis como dioses!”

    Y es el mismo pecado del fariseo que cree que, porque cumple la Ley rigurosamente con su voluntad, con sus fuerzas, es justo y merecedor del beneplácito y la protección divina. Despreciando al débil e ignorante que no es capaz de procurársela. Quizá el de algunos católicos que piensan que tiene garantizado el favor de Dios cumpliendo ritos, preceptos y mandamientos y que Dios sería injusto con ellos si no se lo concediera aquí y en el otro mundo.

   No. Dios no sería injusto si no concediera el cielo a los hombres. El Cielo es propiedad privada y exclusiva de Dios.

   Es la misma existencia trinitariamente vivida por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Caudal abisal de aguas felices, luz encandilante de inabarcables gozos, felicidad espléndida de ilimitada existencia.

   Si el Padre, en Cristo Jesús y el Espíritu Santo, decide hacer posible el acceso al ser humano de tan desproporcionada meta es por pura liberalidad, generosidad, chifladura y desmesura de amor. Nadie puede conseguir ni imaginar tan siquiera tal don.

   Al hombre lo único que le cabe es, humildemente, esperar el don, vaciarse de si mismo y darse cuenta de su incapacidad radical, no solo de salir de sus humanos límites sino, incluso, de vencer su miseria y la muerte. El hombre que ni siquiera naturalmente podría sostenerse sobre la nada, si Dios no lo mantuviera con su potencia creadora, mucho menos puede procurarse lo divino.

   Si debemos portarnos bien, no es porque con nuestro buen comportamiento podamos comprarnos el Cielo, sino porque sujetarnos a la Ley de Dios es una manera de expresar nuestra humildad y demostrar nuestra dependencia frente a Él. De la misma manera que pecar es declarar la independencia. Y, también, porque cumpliendo la ley, posibilitamos la existencia del amor en nosotros. Ese amor a Dios y a los demás que, siendo fruto del Espíritu, transformándonos en ofrenda, en ‘éx-tasis', nos abre al gozo infinito del Amado.

    Cuando empezamos a creer que, porque cumplimos, merecemos el Cielo, ya empezamos a estar desencaminados. Sin humildad y sin amor, no hay posibilidad de cielo. No interesa otra cosa para el cielo, ni inteligencia, ni utilidad, ni ciencia, ni riqueza, ni cualidad, ni alto puesto: solo humildad y amor.

   Por eso Dios permite le pecado, porque, para entrar al Cielo, más vale la humildad del pecador arrepentido que el orgullo del que cumple y cree merecer.

   De allí que, en el Cielo, nos llevaremos muchas sorpresas, porque, como dijo Jesús, “Al que mucho se le perdona, mucho a ama” y también “Hay muchos que se creen primeros y serán los últimos y muchos que se creen últimos y serán los primeros”

   Cuidado tú, que te crees tanto, no tengas que, avergonzado, ir a ocupar el último lugar y “Tú amigo, acércate más ” que “ el que se ensalza será humillado y el que se humilla ensalzado”

   Humilde estimación frente a Dios, digo, y que más que con un abajamiento masoquista frente a Él tiene que ver con ese preciso tipo de humildad que enseñaba Jesús cuando decía mostrando a un pequeño: “Si no os hacéis como ellos –y en otro pasaje paralelo: “si no os humilláis como este niño”- “no entraréis en el Reino de los cielos”.

   Sí: frente a los dones sobrenaturales, a la promesa del cielo, frente a Dios la actitud del niño. No la actitud humillada del que se siente miserable y juzgado por Dios, sino la actitud humilde del pequeño que se siente querido y protegido por el padre, no porque sienta que vale nada o que sea gran cosa sino porque, desde su pequeñez, le resulta natural el amor del papá.

   Hermano, si no te sientes pequeño frente a Él, ¿cómo va a derramar en vos su amor de padre? Él, que dijo: “no vine a llamar a los justos sino a los pecadores.” Si no te sabes pecador, -aunque no peques-, necesitado de Su Gracia ¿cómo vas a oír su llamado? El que afirmó “no tienen los sanos necesidad de médico sino los enfermos” ¿cómo, si sano, va a darte a probar su deliciosa medicina?

   No, pequeño cristiano, aún con todos tus talentos, aún si por la gracia de Dios con todas tus virtudes, aún con todas tus riquezas, sábete pequeño delante de tu Señor de quien proviene, en última instancia, todo lo bueno que sos y que tenés.

   En las alturas de los primeros puestos en que te has imaginativamente colocado, no se oye Su voz. Allí en tu cabeza baja, en tu agradecido ser invitado, en los últimos lugares donde no resuena el parloteo de los que se creen grandes y alzan su voz, allí escucharas: “Amigo, hijo, acércate más”.

2. La parábola

          Ya en el libro de los Proverbios del Antiguo Testamento había un pasaje que decía: “No te atribuyas honor delante del rey ni te coloques en el sitio de los grandes. Porque es mejor que te digan ‘sube aquí’ que no que se te degrade delante del rey” (25. 6s) y, en la literatura rabínica se encuentra un pasaje correspondiente en boca del Rabí Simón ben Azzai, hacia el año 110 que cita palabras del viejo maestro Rabí Hillel -hacia el año 20 antes de Cristo- que dice: “Mi humillación es mi ensalzamiento y mi ensalzamiento mi humillación”. Es evidente, pues, que lo que aquí hace Jesús es utilizar un viejo proverbio que ya, en la antigua literatura rabínica, se vinculaba con las reglas de la mesa.            

          Por supuesto que Jesús, en el evangelio de hoy, no está dando una clase de etiqueta, de cómo comportarse en la mesa. No es una lección de maneras la que hoy imparte. Lo explica bien Lucas cuando denomina a toda esta lección ‘parábola', es decir ‘comparación', y que se refiere, en último término, al banquete escatológico, al puesto final en la Fiesta inacabable.

           Jesús está hablando a fariseos y, vean ustedes, sin ninguna animosidad. Aprovecha, con algo de humor, el que todos hayan querido sentarse cerca de la cabecera seguramente con el fin de escuchar mejor su conversación, para largar su parábola. Y es que, aquí, no se trata de malos fariseos, de esos que en otros contextos Jesús llama ‘hipócritas', ‘sepulcros blanqueados'. Aquí se trata de buenos fariseos. Es decir, de hombres meticulosamente cumplidores de la ley que intentaban sujetar hasta sus más minúsculos actos a lo que ellos entendían –aunque en su mayor parte inventada por ellos– como ley de Dios. Que algunos de esos actos exteriores llevaran al fingimiento y a la hipocresía, eso lo denuncia Cristo en otros lugares; pero aquí no se trata de eso.

          Se trata de que el fariseo que -al modo de la sofrosine griega-, cumplía con todo, se creía merecedor, sin más, de los mejores puestos del Reino. Como si el cumplimiento de la ley -esas leyes, por otra parte, la mayoría inventada por ellos- le ofreciera títulos para pretender esa Bienaventuranza, esa Vida eterna que, ahora, Dios, mediante Jesús, ofrece al hombre.

         Si, como los griegos, esa sensatez, esa legalidad, ellos la hubiesen entendido como merecedora de una cierta armonía social en este mundo, ello hubiera estado bien. Pero no: los fariseos pensaban que con solo cumplir sus códigos eran merecedores ¡de la vida divina! Y lo que quiere marcar Cristo es, justamente, la desproporción total que existe entre todo lo que puede lograr el hombre con sus propias fuerzas, aún en el orden de la moral o de la política, y lo que Dios le ofrece desproporcionadamente, superando todos su deseos, todas su posibilidades, todos sus méritos.

          Dios no invita a nadie que pueda devolverle nada, sino a pobres, a lisiados, a cojos, a ciegos, que con nada podemos recompensarlo. Todo es obra de su bondad, de su gracia.

         Estamos en el pleno misterio de la gratuidad de la gracia, de lo inmerecido, de lo sobrenatural, de la diferencia esencial entre lo ‘natural' -aunque sea bueno destinado a la muerte- y lo ‘sobrenatural', la gracia que nos abre a la Vida, a la eternidad.

         Por medio de esta parábola en acción sobre los lugares del banquete, Jesús no hace más que insistir en su enseñanza de siempre: hay que dejar de lado las jerarquías de gallinero, desde el campo de la política, tanto civil como eclesiástica, al terreno de las familias y aun de las parroquias, para poner toda autoridad legítima, todo talento, toda riqueza, toda superioridad, toda fuerza al servicio de los demás, sobre todo de los más desamparados, los más pobres, los más inermes. Ejerciendo verdadera autoridad, sin demagogias, con justicia, con orden, con auténtica caridad. No ayudando a los culpablemente inútiles robando el fruto del trabajo de los capaces; no desamparando al inocente para proteger al delincuente; no peleándose para adquirir poder de cualquier manera en mentira, estafa y engaño, sino encontrando alguna forma donde reconocer los valores de cada uno para ponerlos al servicio de los demás... No en la búsqueda exclusiva del propio bien o el del partido o la casta o la familia, sino del bien común, del bien de todos ...

       Harto sabemos lo lejos que estamos de ello en este pobre depredado y devastado país. Pero, utopía ya casi imposible a nivel global, comencemos por nosotros mismos, por nuestras familias, por nuestras parroquias, por nuestras empresas, por nuestros pequeños o grandes círculos en donde también interviene el prestigio legítimamente ganado -"amigo, acércate más"-, el poder servicial, el verdadero señorío, el talento... Más allá de nuestras 'programaciones' genéticas animales -desbordadas por nuestras ambiciones pensadas- recibamos, en oración y sacramento, la 'programación' del evangelio, de la palabra de Aquel que, siendo Dios y Rey del universo, nos enseñó cómo debemos aprender 'a servir, no a ser servidos', sabiendo que, en el Banquete Celeste, nuestro puesto definitivo -primeros o últimos lugares- dependerá de esa nuestra caridad servicial aquí en la tierra.

       Resolución: Que todo esto me lleve a no jactarme de mis superioridades, ni a acomplejarme de mis límites, que me lleve a ser sensato y respetuoso de los demás, educado, que me lleve a no disputar por inútiles presidencias en la pequeñez de los jet-sets de cada ambiente, va de suyo; aunque eso no me tenga por qué hacer renunciar a la auténtica superioridad, al aprecio de los valores que me han sido regalados por Dios, y a una verdadera aristocracia del espíritu que me haga poner esos talentos, que no son ‘míos', al servicio del prójimo.

Nota: Santo Tomás, siguiendo a San Gregorio, apunta cuatro formas principales de soberbia: (1a) atribuirse a sí mismo los bienes que se han recibido de Dios; (2a) creer que los hemos recibido en atención a nuestros propios méritos; (3a) jactarse de bienes que no se poseen en absoluto o, al menos, no en tanto grado; (4a)desear el brillo exterior, vacío de peso, con desprecio de los demás. No basta, para llegar a la verdadera humildad, superar las dos últimas formas de soberbia -que apenas pueden llamarse soberbia, sino estupidez, aunque tanto mal lo mismo hagan-, sino que hay que atacar a las dos primeras para llegar a la humildad cristiana. La que, en Dios y desde Dios, ve lo constitutivo de la pequeñez humana, la ridiculez y vanidad de sus luchas de poder y de sus puestos y de sus modales, y que, centrando todas sus metas en lo único necesario, hace de todo lo que es y todo lo que tiene un permanente acto de servicio a Dios y a los demás.

Fuente:catecismo.com.ar