Perdón. No olvido, ni mentira, ni disculpa, ni impunidad, ni injusticia



Solo podremos liberarnos del dolor que nos maltrata y nos encierra en el pasado si tomamos la determinación de liberarnos de sus ataduras. Pero esto no significa olvidar lo sucedido. Perdonar no significa olvidar, especialmente cuando el resentimiento se afianza en hechos que hemos considerado muy graves. Podemos olvidar con facilidad lo trivial, lo poco importante, pero aquello que nos ha marcado profundamente, deja huellas y se graba en la memoria. Señalar al olvido como condición para el perdón, deja al perdón sin saber qué perdonar. 

Por eso se requiere que hagamos una clara distinción entre los sucesos nefastos que no podemos remediar ni olvidar y el dolor que nos causaron. Esta distinción nos aclara que el perdón no se refiere al olvido, sino a la decisión de que el sufrimiento ya no tenga más poder sobre nosotros, que no nos domine más. Perdonar, por lo tanto, implica una forma distinta de recordar, de asumir el pasado y de construir el futuro...

Es un error pensar que la prueba del perdón es el olvido; todo lo contrario: el perdón ayuda a la memoria a sanar las heridas; con él, el recuerdo del sufrimiento pierde virulencia y el suceso desgraciado está cada vez menos presente en nuestra vida, es menos obsesivo. Con ello, la memoria liberada del dolor mediante el perdón, puede emplearse en actividades distintas del recuerdo deprimente de la ofensa.

Perdonar tampoco significa volver a sentirse como antes de la ofensa, como si el perdón consistiese en restablecer unas relaciones idénticas a las que teníamos con el ofensor, como si no hubiera pasado nada, con lo cual la relación se restablece sobre la mentira, sobre la negación de los hechos. El perdón permite el acercamiento y abre la puerta a la reconciliación, pero no es sinónimo de ésta; y la reconciliación tampoco hace referencia a la vuelta al pasado, sino, como ya se indicó en la primera cartilla, a la construcción de una nueva comunidad.

Podría pensarse que perdonar es una muestra de debilidad frente al agresor, algo así como darle la razón y, por tanto, imposibilitar la aplicación de la justicia. Pero no es así: El perdón, como acto liberador, no es debilidad, no es un acto de cobardía, sino muy por el contrario, es un acto de gran valentía que nos confronta con nuestro propio sufrimiento para liberarnos. En este sentido, el perdón no significa impunidad, porque perdonar no es disculpar, no es absolver de culpas. Justificar y legitimar las agresiones sufridas, o no reclamar por el daño causado, como si fuera una deuda que se puede obviar y pasar por alto, no es compatible con el perdón. El acto liberador del perdón no se refiere en modo alguno a afirmar que “¡Ya sucedió, no hay nada que hacer, mejor sigamos!”; no significa que la agresión quede en la impunidad.

Perdonar no significa, entonces, que la víctima renuncie a sus derechos legítimos, que renuncie y niegue la aplicación de la justicia. El perdón que no combate la injusticia, lejos de ser un signo de fuerza y de valor, lo es de debilidad y de falsa tolerancia, lo que incita a la perpetuación del crimen. Perdonar no es disculpar, no es justificar los hechos dañinos, las ofensas y las violaciones a los derechos humanos, para quitarle o mermarle la responsabilidad al ejecutor de los actos que nos ha afectado en nuestra dignidad humana.

El perdón hace referencia al dolor y al sufrimiento que nos han sido causados, y ello es un asunto de índole individual, de carácter personal, del interior de cada persona. No son las comunidades, ni las sociedades, ni el Estado, ni los bandos enfrentados los que sienten el dolor y el sufrimiento, ni los que perdonan. Son las personas concretas, aquellas que han sufrido el dolor o que lo han causado, quiénes pueden perdonar o recibir el perdón.

(Semana por la Paz, Taller "artesanos del perdón", Cáritas Colombia)

No es caritativo “perdonar” al agresor ignorando al herido

En ciertos ambientes eclesiásticos se ha extendido una noción profundamente errónea e interesada del perdón: la idea de que, una vez alguien ha sido perdonado, debe ser automáticamente restituido a sus funciones institucionales, como si el perdón cristiano conllevase necesariamente el regreso al cargo eclesial previo. Esta confusión ha causado enormes daños a la Iglesia como institución y como cuerpo espiritual. Porque el perdón cristiano, siendo un acto central de la fe, no anula la justicia, ni convierte en prudente lo que es peligroso, ni transforma en ejemplar lo que fue una traición a la confianza depositada.

El perdón, en su raíz más profunda, es un acto del corazón: es el rechazo al odio, al deseo de venganza, al rencor paralizante. Es desear el bien para quien ha hecho el mal, aun cuando ese bien se deba expresar en una vida de penitencia, en el retiro, en la humildad de una existencia que repara en el silencio. El perdón no es olvido ni impunidad, y menos aún restitución automática en cargos de representación. La justicia —especialmente en el ámbito del gobierno eclesial— tiene sus propias exigencias, que no se suspenden por un acto personal de perdón.

El Evangelio nos ofrece una imagen clara y luminosa en la parábola del Buen Samaritano. Aquel que no pasa de largo, que se acerca al herido, que cura sus heridas, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a un lugar seguro y se hace cargo de su cuidado. Esa es la caridad evangélica: ver el mal, reconocer a la víctima, hacerse responsable. Lo contrario es la actitud de los que pasaron de largo: indiferencia, clericalismo, falsa piedad. No es caritativo “perdonar” al agresor ignorando al herido. No es misericordioso mirar al violador, al abusador, al manipulador y decir: “ya está, ya pasó, borrón y cuenta nueva”, mientras las víctimas quedan abandonadas en la cuneta.

Perdonar no es esconder la basura bajo la alfombra

Casos como el de Zanchetta o Capella, muestran con crudeza cómo se ha pervertido esta noción de perdón dentro de algunos sectores de la Iglesia. No son errores de juicio aislados; son síntomas de una patología institucional: la confusión entre misericordia y encubrimiento, entre caridad y negligencia. Y cuando se denuncia esta dinámica, no faltan voces que nos acusan de falta de caridad, como si señalar el mal, pedir justicia, y exigir responsabilidades fuese incompatible con el Evangelio.

Pero es precisamente lo contrario. La auténtica caridad, la que brota del Corazón de Cristo, no es una sonrisa pusilánime ni una palmadita en la espalda del criminal. Es la que cura, protege y repara. Y eso requiere verdad. Perdonar no es callar. Perdonar no es reintegrar al abusador en lugares y cargos de responsabilidad. Perdonar no es esconder la basura bajo la alfombra. Perdonar es, ante todo, desear el bien eterno del otro, y eso muchas veces significa retirarle del gobierno, reducirle al estado laical, apartarlo del contacto con los fieles y que tras cumplir condenas penales, el criminal lleve una vida penitencial lejos del escándalo público.

La Iglesia necesita recuperar el sentido profundo del perdón y dejar atrás esa versión clericalizada y sentimental (cuando no omertosa y deliberadamente protectora) que confunde caridad con complicidad. El Buen Samaritano no cubrió la sangre con un paño y siguió su camino; se detuvo, actuó, curó y cuidó. Así debe actuar también la Iglesia: detenerse ante las víctimas, actuar con firmeza, curar con verdad y cuidar con justicia. Cuidado, porque todo lo demás no es misericordia, es abandono disfrazado de bondad.

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