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Dios no puede darnos el cielo si nunca lo hemos deseado
No vamos a decir que Juan era un epicúreo, pero tampoco hemos de exagerar las tintas de su ascesis. Lo que sí, en cambio, resulta patente es su falta de tacto y diplomacia para decir las cosas. No es extraño que, para que finalmente se callara, haya habido que cortarle la cabeza.
Claro que las enormidades y amenazas del bautizador no son ‘todo' el evangelio. Pero son parte de él.
Hoy la predicación tiende a mostrar solo los aspectos misericordiosos y gratificantes de la ‘buena nueva', el rostro bueno de Dios en Jesús. Y está bien. Aun cuando uno, a veces, pueda dudar de si esto se hace porque realmente se ve a un mundo llagado, enfermo, abatido, necesitado de perdón y amor y no de amenazas, o por demagogia y por vender un producto más bien de poco mercado como es la doctrina cristiana.
Aun así, Juan el Bautizador nos viene a recordar que todo lo bueno del evangelio, la maravilla de su alegre mensaje, el don del niño Dios que ha de nacer en nosotros, exige previamente un momento de rectificación, de renuncia, de dolor, de despojo de bienes menores, de vencimiento de egoísmos, de dejar de vivir por lo trivial, de purificarse de opiniones frívolas... Y, también, que la salvación que trae Cristo, su paz y su invitación a la verdadera vida, no se nos impone. Dios no puede obligarnos a ser salvos, a vivir la Vida eterna. Debemos decirlo: para que el hombre lo pueda amar y acceder así a la Vida, Dios debe hacerse como ‘impotente' frente a su libertad.
Dios no puede darnos el cielo si nunca lo hemos deseado, si nunca hemos hecho lugar para quererlo, ocupado nuestro corazón en tantos quereres que no son Él. Dios se acerca a nosotros no como el déspota que esclaviza, sino como el novio que seduce, que conquista, que quiere hacerse libremente amar. La única manera que Dios tiene de dársenos es que nosotros nos enamoremos de Él, y no podemos enamorarnos de Él si estamos seducidos o distraídos por otras cosas.
Dios no puede llenar nuestros bolsillos con el oro de su amor, si nuestros bolsillos están llenos de billetes falsos. Dios no puede hacer brillar el sol radiante de su verdad en nuestra casa, si los cristales de nuestras ventanas están sucios. Dios no puede hacer saborear en nuestros paladares su vino bueno, si los tenemos impregnado de ajo.
Aun siendo el evangelio pura ‘gracia', tenemos que destapar nuestros oídos para escucharlo, y elevar nuestra mente para recibir, entendiéndolo, su mensaje. Esto nos enseña Juan.
Jesús no predicará, como Juan, en el duro desierto de Judea, lo hará en los pueblos y ciudades de la fértil Galilea. Pero el desierto es una etapa previa al aprecio del oasis, la sed la mejor recomendación del agua, el hambre el mejor aderezo de la comida. Juan siempre será en nuestras vidas la preparación necesaria para Jesús.
En toda elección hay algo por lo cual se opta y algo que se deja. En todo ascender, un escalón previo que queda atrás. Juan insiste en lo que ha de dejarse, en lo que ha de purificarse para que, en nosotros, gaudiosamente, se instale la palabra feliz y plenificadora de Jesús; advierte sobre lo que ha de desocuparse y quemarse para que pueda caber El.
Yo puedo decir: ‘no veas televisión' o puedo decir ‘lee el Quijote'. Lo que queda claro es que no puedo leer al Quijote si prefiero ver televisión.
Yo puedo decir: ‘conviértete', ‘dejá tus pecados' o decir ‘ama a Jesús y a tu prójimo'. También aquí lo que queda claro es que no puedo amar a Dios y a mi prójimo si no me convierto y dejo mi pecar. Del mismo objetivo, la misma cosa, Juan insiste en la parte negativa, Jesús en la positiva.
Porque la salvación que ofrece Cristo y es fruto de la gracia y la misericordia divina, es salvación de ‘algo'. Y ese algo del cual nos salva Cristo es lo que hoy señala tremebundo Juan. No puedo hablar de ‘salvación' si no digo también de qué me salvo. La parte desagradable de decirlo le tocó al Bautista. Y lo hizo bien.
La ‘ira de Dios', la ira del que ama
Como la ira del médico que ve morirse al enfermo por descuido de la enfermera; como la ira del padre que se da cuenta a que, porque no le hace caso, su hijo marcha hacia el fracaso y la desgracia; la ira del maestro que ve que sus discípulos se abrevan en teorías falsas; la ira del que ama porque su amada elige irse con quien no puede hacerla feliz; la ira del que mira corromper y pervertir a tantos inocentes; la ira del que ve arriada la bandera de su patria; la ira del que ve morir a sus hijos soldados por la estupidez del general; la ira del que ve recompensada y alentada la deshonestidad, la mentira, la cobardía, la perfidia, y castigada la inocencia y el valor...
Esa es la ‘ira de Dios', la ira del que ama y quiere el bien de los que ama: y por la protervia libre del hombre ve impedida y disminuida la medida de su amor.
Dejemos en este Adviento actuar en nosotros a Juan el Bautizador. Que, al bramido de su voz, ‘la ira de Dios' caiga benigna sobre nosotros. Que se una a nuestra propia catártica ira, para despojar -en agua y fuego- de nuestra vida y de nuestros apegos y de nuestras inclinaciones y de nuestra mente y de nuestras acciones, todo aquello que se opone a Su amor, que conspira contra nuestra verdadera realización, que insidia nuestra felicidad, que nos impide decir que sí a Jesús que llega. ‘Marán athá'. ¡Ven Señor Jesús!
Iniciar otra época fundacional
Juan ha comprendido, le ha sido revelado en presentimientos místicos, en enfebrecidas lecturas de viejos manuscritos, que los tiempos definitivos están cerca. Todo el antiguo testamento, las promesas a Abraham, los sueños de liberación del cautiverio egipcio, la pena del destierro babilónico, la lejanía del Señor provocada por el olvido de la ley, los ritos inútiles y supersticiosos, serán próximamente curados, redimidos, salvados por el Señor, que viene a liderar Él mismo a los suyos hacia la salvación de todos los males. Pero, para eso, hay que prepararse, convertirse de las sendas extraviadas, volver a Dios. No se trata de arrepentirse de este o aquel pecado, tampoco exactamente 'cambiar de mentalidad' como lo interpretaron algunos desde el griego -metanoia-, sino de tomar una decisión fuerte y definitiva por Dios, que comprometa toda la vida, toda la existencia. La conversión es un asunto de compromiso personal, de entrega, de adhesión viril, no solo de ideas, de posiciones éticas, de pecados susurrados como hábitos oscuros en la rejilla del confesionario.
No es extraño que, en aspecto de Elías y palabra de Isaías, el Bautista predique en el desierto, del otro lado del Jordán, antes de introducirse místicamente en la tierra prometida a la cual tendrá que liderar el mismo Dios o su Mesías, aquel del cual Juan no se considera digno de desatarle las sandalias. Otra vez los acontecimientos de la vuelta del destierro con sus promesas aún incumplidas se transforman en modelo de esperanza y, ahora, de una esperanza superior y definitiva.
Allí está Juan, modelo del cristiano, como Abraham guiado por la pura fe, abandonando todas sus posesiones y posiciones para engancharse en las filas del Señor; allí está como Moisés frente a las aguas del Mar Rojo que harán quedar atrás para siempre la esclavitud de Egipto y hasta su polvo lavarán en nuevas tablas de la ley. Allí está finalmente el Jordán, el nuevo Rubicón de los valientes, en cuyas aguas deberán ahogar -los que opten por Cristo- toda connivencia con el pecado, con la vida vieja, con las contaminaciones del mundo.
Ese es el sentido del bautismo de Juan: el desembarazarse y limpiarse y morir a la extranjería de Dios, el introducirse en su tierra, en sus dominios, en su reino, el desapegarse de todo lo que trababa la plena entrega a Dios y comenzar de nuevo. Nada de lo anterior sirvió, todo lo que se hizo prescindiendo de Dios finalizó en el fracaso. La vestimenta austera del profeta, su alimentación frugal y abstinente, su habitación en el desierto, lejos de los corruptos de la vida mundana, de todo compromiso con el mundo y sus poderes, muestran, a los que leen el evangelio de Mateo, la actitud de todo cristiano que quiera prepararse en serio a seguir a Jesucristo, a participar de su Reino.
Mensaje permanente, perenne, pero tanto más actual para los cristianos de esta época y, sobre todo, para los cristianos argentinos. Ahora, si o si, la patria destruida, tierra arrasada, el templo de la fe y la honestidad de las costumbres sacudidos en sus cimientos, dominados por el enemigo, endeudados, empobrecidos, sin ni siquiera el orgullo de haber sido siempre derechos, de haber conservado la fe, de haber salvado a la familia, a los valores... aún los que nos decimos católicos infiltrados por el mundo, por sus modas, por sus preocupaciones, extraviados, a veces, por nuestros propios pastores, pervertida en tantos lugares nuestra liturgia, transformadas nuestras iglesias en clubes sociales o en unidades básicas o en centros de promoción barrial o de distribución insuficiente de apenas humana solidaridad, sí o si, el Adviento, con la señera figura del Bautista, nos llama a un nuevo bautismo, un nuevo cruce del Jordán, una decidida preparación para sumarnos a las tropas del Mesías, un comenzar de nuevo, nacer otra vez, ser recreados por Dios, comenzar una existencia diferente, iniciar otra época fundacional.
No sabremos si con ello, Dios lo quiera, podremos rescatar y levantar para Cristo nuestra patria terrena, pero, al menos hacer baluartes de nuestras familias, héroes y santos de nosotros mismos, convertidos totalmente al Señor, en la austeridad -casi obligada por los tiempos- de Elías, en la indignación y al mismo tiempo consuelo de Isaías, agrupando nuestras fuerzas, bautizados por Juan, afilando nuestros sables, inflamando nuestros ánimos con la palabra de Dios, esperando la llegada del enviado, del hijo de David, para que a sus órdenes, vadeando con él el Jordán, avancemos decididos, mediante lo que nos cueste luchar en esta ciudad terrena, hacia la conquista de la celeste Jerusalén.
Fuente:catecismo.com.ar