Salvador en pañales de hombre
Una vida sin oración estaría, por cierto, privada del oxígeno propio de la gracia, de la existencia de un hijo de Dios, pero, salvo una vocación peculiar y ajena a los parámetros normales, sería disparatado y ajeno a la enseñanza de Jesús el que uno se la pasara siempre rezando o en la Iglesia.
Porque, por supuesto que esa oración -que, en el orden de lo sobrenatural, cumple las funciones del encuentro con los seres queridos en la vida familiar- no sería ni auténtica ni digna si no se trasuntara, luego, en el compromiso diario del vivir cristiano. Como el amor pregonado por la mujer o por los hijos no sería sincero si no se tradujera en deseos e impulsos de trabajar por ellos, de crecer por ellos, de ayudarlos a crecer.
Así el amar a Dios, intensificado en sacramentos y oración, se ha de volcar al cumplimiento excelente de nuestros deberes cotidianos, al gozo multiplicado de las cosas buenas que nos da la vida en este mundo, al amor cordial y paciente a nuestros prójimos, a la serenidad frente a las adversidades propias de este tiempo.
Algo de eso insinúan, en el evangelio del primer Domingo de Adviento del ciclo A, las palabras de Cristo, escritas y recordadas por Mateo en un ambiente apocalíptico y lleno de presagios durante las desastrosas guerras judías. Espera de intervenciones milagrosas, de Mesías fulgurantes, de días del Señor aterradores, con aniquilación del enemigo y victoria de los justos, vuelta inminente del Señor Resucitado...
Jesús nos dice: no será así. Y, a los que esperan que él asuma ese papel tremendo, a propósito, se les presenta no como 'hijo de Dios' o 'hijo de David' -que lo es- sino como 'hijo del hombre'. Expresión sencilla que, en sus labios, no quiere sino confirmar la maravilla de la Navidad. Esa Navidad que, desde el primer domingo de Adviento, comenzamos nuevamente a esperar. Esa Navidad que es Dios irrumpiendo en el mundo con su actuar salvador, pero en pañales de hombre.
Semánticamente, 'hijo de hombre' no quiere decir sino eso: un hombre de la especie humana. Dios ha querido venir a nosotros en lo bien humano, en la sencillez de una vida aldeana, en la bonhomía de una familia común, en la recia herencia de un apellido, el de David, en las tristezas de una patria amada y humillada. Dios sí; pero hombre, bien hombre. Ejerciendo su actuar divino en el actuar humano.
¿Quién distinguiría, en la vida humana de Jesús, en su casa, con su madre, con sus compañeros de juego, en el taller; quién lograría descubrir fácilmente en él, sus profundidades divinas? ¿Quién podría decir, comparándolo con sus primos o sus amigos, más allá de las cualidades y aspectos humanos superiores, éste es Dios?
¿Quién me enseñará a distinguir por la calle, si no los conozco, y todos se comportan medianamente normales, a aquel que es un verdadero católico del que no lo es? ¿Aquel que está signado por el carácter bautismal de hijo de Dios y el pobre pagano? Habría que bucear en la interioridad de cada uno para percibir alguna diferencia, algún signo distintivo, ya que los exteriores no siempre cuentan.
A toda esa gente, cristianos o judíos, que esperaban una intervención rimbombante de lo divino, signos precursores en el cielo, un cataclismo universal, el fin del mundo, Jesús los apacigua, haciendo bajar sus expectativas a figuras más sencillas y simples. En los versículos inmediatamente anteriores se ha referido a señales precursoras obvias normales: "cuando ustedes ven que brotan las hojas de las ramas de la higuera, se dan cuenta de que se acerca el verano". Como si dijera: "cuando sus cabellos encanezcan o las articulaciones empiecen a doler o necesiten anteojos para ver, se darán cuenta de que ya no son tan jóvenes, que el tiempo pasa"
Y sucederá como en tiempos de Noe: la gente comía, bebía, se casaba... caminaba por la calle, se embotellaba en el tráfico, caminaba por los shoppings, iba a la escuela, a su trabajo...
Ser en proyecto
Solo el hombre es consciente -a veces dolorosamente consciente- de su temporalidad, de su futuro. Así como es capaz de interesarse por el universo, por el todo del espacio; también es capaz de preguntarse sobre el todo del tiempo. No está enquistado en el ahora de su animalidad sino que vive, armado de pasado, anticipando constantemente lo que vendrá. Preguntándose por el mañana, adelantando situaciones: "¡cuando sea grande!", "¡cuando termine el secundario!", "¡cuando me reciba!", "¡cuando me case!", "¡cuando me mude!", "¡cuando me jubile!"... Vivencias del futuro que tantas veces hacen bello el presente: el viaje anticipado en folletos de turismo; el sueño de mi próximo encuentro con mi novia; los chicos que me esperan; en medio del arduo estudio, el consuelo de la previsión del día que aparezca en casa con mi título; años de ascesis y de angustias y de destierro en el seminario consolados y alentados por ¡el día en que celebre mi primera Misa!
Contrariamente al animal, el futuro se introduce en el hombre en el presente como una dimensión fundamental, como un acicate de vida, como algo que da sentido o sin sentido a sus fatigas, penas o alegrías del hoy. El animal apenas puede vivir los placeres y dolores del ahora. Solo el hombre es capaz de postergar sus gratificaciones en función del mañana. Para una vida auténticamente humana es mucho más poderoso el gozo futuro que los placeres del escurridizo hoy.
Y es que en realidad esto le viene al ser humano por una cuestión no solo de temporalidad sino de ser. El hombre no es lo que es, sino lo que puede o ha de ser. Mientras vive en este mundo el hombre todavía no es, es un 'aún no', un 'todavía no', en la terminología marxista de Ernst Bloch, o cristiana del católico Gabriel Marcel o del protestante Wolfhart Pannenberg.
No estoy hecho, me estoy haciendo. Vivir no es un 'ser', es un 'hacerse', un proyectarse. Proyecto viene del latín 'iacio' -arrojar- y 'pro' -hacia delante-: 'pro-iacio'. El hombre es un constante ser arrojado hacia delante, un permanente ser en proyecto, al menos hasta su muerte.
Por eso mismo Dios, en cada instante, no me juzga por lo que soy o por lo que estrictamente logro o hago, sino por lo que quiero ser, por mis ideales, por mis valores, aún cuando no siempre pueda cumplimentarlos. En ese sentido no es verdad que el camino del infierno esté pavimentado de buenas intenciones. Puede que de febles deseos, de veleidades, pero jamás de verdaderamente buenos quereres. Por eso nunca abajes tu ideal y tus principios a lo que hoy mezquinamente sos. Ni se te ocurra ir al psicoanalista para que te disculpe de tus desvíos y fracasos: asumilos siempre virilmente en el reconocimiento de la culpa y en el salto adelante del perdón. No te justifiques con el médico o el psicólogo, pedí perdón por tu pecado. Y aunque estés lejos de ello, elevá siempre tu ideal a la dimensión del santo. -"Sed perfectos como mi Padre es perfecto", nos dice Jesús. Utópico e imposible mandato- y ese proyecto, por si mismo, te redimirá, aunque no lo alcances, tan siquiera en ese otorgado perdón.
Dios nos está creando
Magnánimo -de 'magna' 'ánima', de grande alma- llamaba la antigüedad clásica al que se atrevía y deseaba siempre las grandes empresas aunque no siempre los hados le ayudaran a ganarlas. Pusilánime en cambio -de 'pusillus', pequeño: pequeña, mezquina alma- llamaba al de corazón corto, abajada mirada, pedestres ideales, incapaz de acometer nobles empeños, arduos acometimientos.
Pero el hombre es animal magnánimo por naturaleza. Solo por vileza o perversión adquiridas o desviada educación puede rebajar la vocación a las cosas grandes para las cuales ha sido o, mejor dicho, 'está siendo' creado.
Esto es algo de lo cual deberíamos ser una y otra vez conscientes: no es que hayamos sido creados, no es que Dios nos 'ha' creado: Dios nos 'está' creando hacia lo que realmente seremos cuando alcancemos nuestro ser definitivo. El 'todavía no', el 'aún no' del ser humano, su pro-yecto, se dirige a una realización plena y acabada que se dará recién en los nuevos cielos y la nueva tierra, horizonte último de la generosidad divina.
La creación del hombre, la creación de cada uno de nosotros está en gestación, en camino. Somos, como afirmaba Gehlen, animales 'embriónicos', abiertos a una adultez que trasciende el ahora, el aquí. Ya Aristóteles sostenía que el alma humana era de alguna manera, potencialmente, todas las cosas, "anima est quodammodo omnia", porque abierta a la totalidad, al ser, al universo, a la plenitud del existir. El alma es magna alma, magnánima por naturaleza. Mientras no se llene del todo, del infinito, nunca quedará colmada. Su ser es intrínsecamente hambre.
Animal de insaciables deseos el hombre tiene como instrumento para tratar de calmarlos la libertad. La libertad -la verdadera libertad, la de adentro, no la falsa de afuera que canta nuestro himno argentino o defienden los falsos derechos humanos de la ONU- es el instrumento que desde el 'todavía no' de lo que somos nos recrea hacia el ideal que queremos ser y que, dada la magnanimidad del alma, nunca acaba, al menos aquí, por ser alcanzado.
Peor aún: todo proyecto, toda ambición, todo querer del hombre se muestra finalmente vano en el límite extremo de la muerte. De allí la afirmación del absurdo del ser del hombre que sostenía Sartre. El hombre, libertad, ambición de infinito, ¡destinada a la frustración del finito morir! Paradójicamente -decía Sartre- cuando ya no somos 'todavía no', 'no ser', cuando ya no podemos ser otra cosa que lo que somos, es que estamos muertos.
La fuerza de la esperanza
También el cristianismo se ha planteado -y mucho más agudamente que el paganismo- esta tensión entre lo que somos y lo que hemos de ser; y ha definido la vida humana como intrínsecamente tendencia, posibilidad, proyecto, a realizarse mediante la libertad y la gracia, a imagen del que es el mismo modelo del ser humano, el hijo de Dios, el hijo del Hombre que viene.
A esta realización el hombre no puede llegar con sus meros deseos, ni con sus puras fuerzas naturales, ni con cualquier ejercicio de su libertad y, sin embargo, Dios le da, más allá de sus posibilidades naturales, en forma de gracia, las energías divinas necesarias para lograrlo. Esas energías gratuitas le son alcanzadas mediante la virtud de la esperanza, fundada en la fe, realizada en la caridad.
La esperanza, contrariamente a lo que parece indicar el lenguaje común, no es un mero aguardar, un esperar, una expectación flotando en ineficaces deseos. Es una fuerza que se inserta en nuestro ánimo prestándole sobrenatural magnanimidad y, aunque dada por Dios, bien nuestra, de modo que concede a nuestra libertad el poder realizarnos a nosotros mismos, no pasiva sino activa, meritoriamente.
La esperanza cristiana no mira a cualquier bien terreno, a este mundo circundante. Tampoco es la vana seguridad, por más puesta en Dios que esté, de que las cosas nos van a salir bien en este mundo, que mi empresa no va a quebrar, que los políticos y sindicalistas van a cambiar, que no me van a robar mis depósitos o plazos fijos, que mi enfermedad se va a curar... El 'todavía no' del hombre que define la Esperanza va a la consecución de los bienes definitivos, y a la victoria conseguida, en alianza con Dios, no sobre cualquier mal, carencia o desgracia, sino sobre la desdicha extrema de la muerte. De la muerte definitiva, digo, la 'muerte segunda' que decía San Pablo. No de la preanunciada por la vejez o por la terapia intensiva, sino la engendrada por el pecado, por el alejamiento de Dios, por la falta de fe y de caridad.
El Señor siempre está viniendo
Al comienzo de este nuevo año litúrgico, primer domingo de Adviento, Jesús nos invita a la reflexión, a meditar una vez más en el sentido último de nuestra existencia. No 'último' porque haya de ser aquel en el cual tenemos que meditar en último lugar, sino porque debería presidir todo nuestro vivir cotidiano, de jóvenes, de estudiantes, de matrimonios, de profesionales y, también, aunque ya sea un poco tarde, nuestro vivir de adolecidos con achaques y de tercera edad.
La vida humana se nos da, desde el vamos, como la maravillosa posibilidad de encuentro con el Señor que viene. Con Dios que, más allá de nuestra vida mortal -destinada a inevitable catabolismo- nos ofrece rescatarnos para la vida verdadera, el vivir divino.
Y eso no es para aquel que, declinando en su existencia, se pone a pensar en la posibilidad de prolongar de alguna manera su vida en la ultratumba, es para aquel que, asomado a la racionalidad, en pleno ímpetu juvenil, en existencia todavía en proyecto, con sus herramientas todavía relucientes y afiladas, se pregunta el porqué de su existencia en este mundo, qué escala de valores elegirá, qué tipo de amores preferirá, qué enemigos combatirá...
Eso podrá realizarlo en circunstancias difíciles, donde ser cristiano supondrá sacrificios, enfrentamientos y dolor, rechazos y martirio; eso podrá, perfectamente, vivirlo en la aparente neutralidad del mundo real o virtual donde se desarrolla nuestra existencia: tomando el subte, manejando el auto, estudiando, trabajando, noviando, desarrollando talentos, fundando familia y educando prosapia, asumiendo cristianamente las alegrías -y también las penas- que, más o menos equitativamente, suelen repartirse en este mundo. Y, eso, sin que sea fácil que nadie lo perciba desde fuera.
Que sobre todo se trata de una actitud, y antes que nada actitud interior, nos lo muestran los sencillos ejemplos del discurso de Cristo: dos hombres trabajando en el campo, dos mujeres moliendo... Las mismas caras tropezando con uno por la peatonal, los mismos compañeros de aula, de oficina, haciendo aparentemente las mismas cosas: uno es recibido por Cristo, el otro abandonado; una llevada, la otra dejada.
El que eso no dependa de la arbitrariedad del 'hijo del hombre' lo señala Mateo en los últimos versículos. Solo puede recibir 'al Señor que viene' quien esta preparado, quien vela esperando y deseando su llegada. Es sabido que el Señor puede arribar sin que nadie lo espere; llegar y nada pasa si no hay un corazón dispuesto a cobijarlo, una casa hecha albergue para Él, una mente abierta a sus inspiraciones. El puede golpear a la puerta sin que le abramos. Seguiremos trabajando en el campo y moliendo grano.
Adviento es todo el tiempo de nuestro vivir. Atenta espera del Señor, para escuchar sus pasos, para responder todos los días a su llamado, cuando nos invita al estudio, cuando nos participa sus penas, cuando nos llama a amar a una mujer, cuando nos solicita dejemos todo por seguirle, cuando nos pide nos inquietemos en problemas, aún económicos, que nos superan, cuando nos dice que descansemos o divirtamos, cuando nos llama a la fiesta de la oración y de la Misa, cuando nos insta a martillar nuestras herramientas y afilar nuestras armas...
El Señor siempre está viniendo. La figura de la venida final es casi un recurso literario. Pero finalmente y sin retorno es cada hora que pasa sin habernos, de una u otra manera, encontrado con Él.
La Navidad vivámosla nosotros en Adviento, en auténtica espera, hecha de vela, de vigilia, de plegaria, de gozosa espera. La espera de todos los días, cuando Él viene llegando, como si todo fuera lo más normal del mundo, en el silencioso gestarse del fruto del vientre de María. Ahora, y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Fuente:catecismo.com.ar