Subsidio teológico sobre la misericordia de Dios


Hay que tener presente que misericordioso es como decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuera propia. Por eso quiere desterrar la miseria ajena como si fuera propia. Este es el efecto de la misericordia. Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos cualquier defecto...

Dios, al obrar misericordiosamente, no actúa contra sino por encima de la justicia. Ejemplo: Si a quien se le deben cien denarios se le dan doscientos, quien hace esto no es injusto, sino que obra libre y misericordiosamente. Lo mismo sucede cuando se perdonan las ofensas recibidas. Pues quien algo perdona, algo da. Por eso el Apóstol, al perdón lo llama don cuando dice en Ef 4,32: Daos unos a otros como Cristo se dio a vosotros. Queda claro, así, que la misericordia no anula la justicia, sino que es como la plenitud de la justicia. Por eso se dice en Sant 2,13: La misericordia hace sublime el juicio...


Es necesario que en todas las obras de Dios se encuentre misericordia y verdad. Misericordia, si se toma como destierro de algún defecto; pues no todo defecto puede ser llamado misericordia, sino sólo los defectos de la naturaleza racional, a la que le corresponde ser feliz; ya que la miseria se opone a la felicidad...


Según San Agustín en IX De civ. Dei, la misericordia es la compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria de otro, sentimiento que nos compele, en realidad, a socorrer, si podemos. La palabra misericordia significa, efectivamente, tener el corazón compasivo por la miseria de otro. Pues bien, la miseria se opone a la felicidad, y es esencia de la bienaventuranza o felicidad tener lo que se desea, ya que, en expresión de San Agustín, en XIII De Trin., es bienaventurado el que posee lo que quiere y nada malo quiere. La miseria, empero, consiste en sufrir lo que no se quiere. Pero hay tres maneras de querer alguna cosa. Primera: por deseo natural, como el hombre quiere ser y vivir. Segunda: desear algo por elección premeditada. Tercera: querer una cosa no directamente en sí misma, sino en su causa, como de quien apetece ingerir cosas nocivas decimos que, en cierta manera, quiere enfermar. Así, pues, desde el punto de vista de la miseria, el motivo específico de la misericordia es, en primer lugar, lo que contraría al apetito natural del que desea, es decir, los males que arruinan y contrastan, y cuyo objeto contrario desea el hombre. Por eso dice el Filósofo en Rhet., la misericordia es una tristeza por el mal presente, que arruina y entristece. En segundo lugar, los males de que acabamos de hablar incitan más a misericordia si se oponen a una elección voluntaria libre. Por eso afirma allí mismo el Filósofo que son más dignos de compasión los males cuya causa es la fortuna, por ejemplo, cuando sobreviene un mal donde se esperaba un bien. Finalmente, son aún más dignos de compasión los males que contradicen en todo a la voluntad. Es el caso de quien buscó siempre el bien y sólo le sobrevienen males. Por eso dice también el Filósofo en el mismo libro que la misericordia llega a su extremo en los males que alguien sufre sin merecerlo.

1. La culpa es, por su propia naturaleza, voluntaria. En ese sentido es objeto no de misericordia, sino de castigo. Mas dado que la culpa puede ser, en cierto modo, pena, o sea, en cuanto lleva anejo algo que es contra la voluntad del pecador, en ese sentido puede inspirar también misericordia. Bajo este aspecto tenemos sentimientos de piedad y compasión hacia los pecadores, como escribe San Gregorio en una homilía: la verdadera justicia no provoca desdén, sino compasión, y en San Mateo 9,36 leemos que viendo Jesús las turbas, tuvo misericordia de ellas, porque estaban fatigados y decaídos, como ovejas sin pastor.

2. Dado que la misericordia es compasión de la miseria ajena, en el sentido propio de la palabra se tiene en relación con los demás, no consigo mismo, a no ser por cierta analogía, como ocurre también con la justicia, y en tanto se consideren en el hombre diversas partes como consta en V Ethic. En este sentido leemos en Eclo 30,24: tú que agradas a Dios, ten misericordia de tu alma. Por tanto, así como, propiamente hablando, en relación con nosotros mismos no se da misericordia, sino dolor, por ejemplo, si padecemos algo cruel, así también, si hay personas tan íntimamente unidas a nosotros que son como algo nuestro, cuales son hijos o parientes, no les tenemos misericordia en sus desgracias, sino que más bien nos condolemos de sus infortunios como si fueran propios. En este sentido hay que interponer las palabras del Filósofo: lo cruel ahuyenta la misericordia.

3. Así como la esperanza y el recuerdo de bienes producen deleite en nosotros, del mismo modo entristece la expectación y el recuerdo de males, aunque no tanto como la sensación de los presentes. De aquí que las señales de males, por el hecho de evocar como presentes males universales, nos mueven a conmiseración...


Siendo la misericordia compasión de la miseria ajena, como queda dicho (a.1), siente misericordia quien se duele de la miseria de otro. Ahora bien, lo que nos entristece y hace sufrir es el mal que nos afecta a nosotros mismos, y en tanto nos entristecemos y sufrimos por la miseria ajena en cuanto la consideramos como nuestra. Esto acaece de dos modos. Primero: por la unión afectiva producida por el amor. Efectivamente, quien ama considera al amigo como a sí mismo y hace suyo el mal que él padece. Por eso se duele del mal del amigo cual si fuera propio. Por esa razón, en IX Ethic., destaca el Filósofo, entre los sentimientos de amistad, condolerse del amigo, y el Apóstol por su parte, exhorta en Rom 12,15 a gozar con los que se gozan, llorar con los que lloran. Otro modo es la unión real que hace que el dolor que afecta a los demás esté tan cerca que de él pase a nosotros. Por eso escribe el Filósofo en II Rhet. que los hombres se compadecen de sus semejantes y allegados, por pensar que también ellos pueden padecer esos males. Ocurre igualmente que los más inclinados a la misericordia son los ancianos y los sabios, que piensan en los males que se ciernen sobre ellos, lo mismo que los asustadizos y los débiles. A la inversa, no tienen tanta misericordia quienes se creen felices y tan fuertes como para pensar que no pueden ser víctimas de mal alguno. En consecuencia, el defecto es siempre el motivo de la misericordia, sea que por la unión se considere como propio el defecto ajeno, sea por la posibilidad de padecer lo mismo.

1. Dios no tiene misericordia sino por amor, al amarnos como algo suyo.

2. Quienes han llegado a males extremos no temen sufrir aún más, y por eso no tienen misericordia. Algo semejante les ocurre a quienes son víctimas de un temor excesivo: la ansiedad les absorbe hasta el extremo de no prestar atención a la miseria ajena.

3. Quienes están dispuestos al ultraje, o por haber recibido afrenta o por estar dispuesto a inferirla, se sienten impulsados a la ira y a la audacia, pasiones viriles que exaltan el ánimo de los hombres hacia lo difícil. Por eso se desvanece en el hombre la idea de que pueda padecer nada en el futuro. De ahí que esos tales, mientras están con ese temple, no tienen misericordia, conforme a lo que leemos en Prov 27,4: No saben de misericordia ni la ira ni el arrebatado furor. Por la misma razón, tampoco tienen misericordia los soberbios, que desprecian a los demás y les tienen por malos. Por eso juzgan que justamente sufren lo que están pasando. Y así dice también San Gregorio, en una homilía, que la falsa justicia, es decir, la de los soberbios, no tiene compasión, sino desdén...


La misericordia entraña dolor por la miseria ajena. Pero a este dolor se le puede denominar, por una parte, movimiento del apetito sensitivo, en cuyo caso la misericordia es pasión, no virtud. Se le puede denominar también movimiento del apetito intelectivo, en cuanto siente repulsión por el infortunio ajeno. Tal afección puede ser regida por la razón, y, regida por la razón, puede quedar encauzado, a su vez, el movimiento del apetito inferior. Por eso escribe San Agustín en IX De civ. Dei: Este movimiento del alma —es decir, la misericordia— sirve a la razón cuando de tal modo se practica la misericordia que queda a salvo la justicia, sea socorriendo al indigente, sea perdonando al arrepentido. Y dado que la esencia de la virtud está en regular los movimientos del alma por la razón, como queda expuesto (1-2 q.56 a.4; q.59 a.4; q.60 a.5; q.66 a.4), hay que afirmar que la misericordia es virtud.

1. Las palabras de Salustio hay que entenderlas en el sentido de la misericordia en cuanto pasión no regida por la razón. En ese sentido pone, en efecto, obstáculos a la deliberación de la razón, haciéndola desviarse de la justicia.

2. El Filósofo habla allí de la misericordia y de la némesis como pasiones. Como tales, una y otra, en efecto, son contrarias por el modo de enjuiciar los males ajenos. El misericordioso se duele por creer que no se merecen esos males; el nemésico, por su parte, se complace porque considera que son sufrimientos merecidos, y se contrista si a los indignos les salen las cosas bien. Y ambas cosas son laudables y proceden de la misma raiz, dice allí mismo el Filósofo. Pero hablando con propiedad, lo contrario a la misericordia es la envidia, según veremos en otro lugar (q.36 a.3 ad 3).

3. El gozo y la paz no añaden nada a la razón de bien, objeto de la caridad; por eso no requieren otras virtudes que ella. Pero la misericordia implica una razón especial de bien, o sea, la miseria de aquel a quien compadece.
Una virtud es suprema de dos maneras. La primera, en sí misma; la segunda, en relación con quien la tiene. En sí misma, la misericordia es, ciertamente, la mayor. A ella, en efecto, le compete volcarse en los otros, y, lo que es más aún, socorrer sus deficiencias; esto, en realidad, es lo peculiar del superior. Por eso se señala también como propio de Dios tener misericordia, y se dice que en ella se manifiesta de manera extraordinaria su omnipotencia...
Con relación al sujeto, la misericordia no es la máxima, a no ser que sea máximo quien la posee, no teniendo a nadie sobre sí y a todos por debajo. Para quien tiene a otro por encima, le es cosa mayor y mejor unirse a él que socorrer las deficiencias del inferior. Por tanto, con relación al hombre, que tiene a Dios por encima de sí, la caridad, uniéndole a El, es más excelente que la misericordia con que socorre al prójimo. Pero entre todas las virtudes que hacen referencia al prójimo, la más excelente es la misericordia, y su acto es también el mejor. Efectivamente, atender a las necesidades de otro es, al menos bajo ese aspecto, lo peculiar del superior y mejor.
1. Los sacrificios y ofrendas, que forman parte del culto divino, no son para Dios en sí mismo, sino para nosotros y para el prójimo. Dios, en efecto, no tiene necesidad de ellos, y quiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia, que acude en ayuda de las necesidades del prójimo, es un sacrificio más acepto a Dios, en cuanto que presta una utilidad más inmediata al prójimo, a tenor de lo que leemos en la Escritura en Heb 13,16: No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que agradan a Dios.
2. Toda la vida cristiana se resume en la misericordia en cuanto a las obras exteriores. Pero el sentimiento interno de la caridad que nos une a Dios está por encima tanto del amor como de la misericordia hacia el prójimo.
3. La caridad nos hace semejantes a Dios uniéndonos a El por el afecto. Por eso es mejor que la misericordia, que nos hace semejantes a El en el plano del obrar.


Hay también presunción por intemperancia en la esperanza fundada en el poder divino cuando se tiende a un bien que se considera posible mediante el poder y misericordia divinos, pero que no lo es; es el caso de quien, sin penitencia, quiere obtener el perdón, o la gloria sin los méritos. Esta presunción es, propiamente hablando, una especie de pecado contra el Espíritu Santo. Efectivamente, con este tipo de presunción queda rechazada o despreciada la ayuda de El, por la que el hombre se aparta del pecado.

1. Como ya hemos expuesto (q.20, a.3; 1-2 q.73, a.3) el pecado contra Dios es, por su propio género, más grave que los demás. De ahí que la presunción, que se apoya desordenadamente en Dios, es más grave que la que se funda en las propias fuerzas. En efecto, apoyarse en el poder de Dios para conseguir lo que no compete a El equivale a aminorar ese mismo poder. Y es evidente que peca más gravemente quien aminora el poder divino que quien sobrestima el suyo propio.

2. Incluso la misma presunción por la que desordenadamente se presume de Dios implica amor de sí que lleva a desear sin medida el bien propio. Lo que mucho deseamos consideramos con facilidad que nos lo podrán procurar los demás, incluso aunque no puedan.

3. La presunción en la misericordia divina implica dos cosas: la conversión al bien perecedero, en cuanto procede de un deseo desordenado del bien propio, y la aversión al bien inconmutable, en cuanto atribuye al poder divino lo que no le atañe. Por eso precisamente se aparta el hombre de la verdad divina...


Hay otra presunción que se apoya de manera desordenada en la misericordia o en el poder divino, por el cual se espera obtener la gloria sin mérito y el perdón sin arrepentimiento. Esta presunción parece proceder directamente de la soberbia: el hombre se tiene en tanto, que llega a pensar que, aun pecando, Dios no le ha de castigar ni le ha de excluir de la gloria.


Está el testimonio de San Agustín en el libro De Serm. Dom. in Monte: El consejo es propio de los misericordiosos, porque el único remedio para librarse de tantos males es perdonar y dar a los demás.

El consejo se ocupa propiamente de las cosas útiles para el fin. Por eso al consejo deben corresponder de modo especial las cosas más útiles para el fin. Entre ellas está la misericordia, a tenor de las palabras del Apóstol: La piedad es útil para todo (1 Tim 4,8). Por eso la bienaventuranza de la misericordia debe corresponder de manera especial al don de consejo, no como eficiente del mismo, sino como dirigente.

1. Aunque el consejo ejerza la dirección de los actos virtuosos, la ejerce, sin embargo, de manera especial en las obras de misericordia, por la razón aducida.

2. En cuanto don del Espíritu Santo, el consejo nos dirige en todo lo que se ordena a la vida eterna, sea o no necesario para la salvación. Sin embargo, no toda obra de misericordia es necesaria para la salvación.

3. El fruto implica algo último. Ahora bien, en el orden práctico, lo último se da no en el orden del conocimiento, sino en el de la operación, que es el fin. De ahí que entre los frutos no figura nada que pertenezca al conocimiento práctico, sino sólo lo que corresponde a las operaciones sobre las que ejerce su dirección el conocimiento práctico. Entre ellas figuran la bondad y la benignidad, que corresponden a la misericordia.


La misericordia y la clemencia coinciden en rehuir y odiar la miseria ajena, pero lo hacen de distinto modo. En efecto, pertenece a la misericordia socorrer mediante la concesión de un beneficio, mientras que pertenece a la clemencia disminuir la miseria mediante la sustracción de penas. Y puesto que la crueldad implica un exceso en la exigencia de las penas, se opone a la clemencia más directamente que a la misericordia. Sin embargo, dada la semejanza que hay entre ellas dos, a veces se toma la crueldad por falta de misericordia.


Ya que pertenece a las obras de misericordia ejercer la defensa en la causa de los pobres, debe repetirse igualmente aquí lo que también se ha dicho antes (q.32 a.5.9) acerca de las demás obras de misericordia. Nadie, en efecto, es lo suficientemente capaz de satisfacer con sus obras de misericordia las necesidades de todos los indigentes; y por eso, según escribe Agustín en I De doctr. christ., como no puedes ser útil a todos, debes socorrer principalmente a aquellos que por las circunstancias del lugar, tiempo o cualquier otra cosa te estén, por cierta razón del destino, más estrechamente ligados. Dice: circunstancias de lugar, porque el hombre no tiene obligación de buscar por el mundo indigentes a quienes socorrer, sino que le es suficiente si a aquellos que se le presentan les hace obras de misericordia. Por esto se prescribe en Ex 23,4: Si encontrares el buey o el asno de tu enemigo perdido, recondúcelo a él. Y añade: circunstancias de tiempo, por cuanto el hombre no está obligado a proveer a las futuras necesidades de otro, sino que es suficiente si socorre la necesidad presente; por lo cual se dice 1 Jn 3,17: Si alguien viere a su hermano sufrir necesidad y le cerrare sus entrañas, ¿cómo residirá la caridad de Dios en él? Y, finalmente, dice: o cualquier otra cosa, porque el hombre debe prestar atención preferentemente a los que por cualquier vínculo le están unidos, según la frase de 1 Tim 5,8: Si alguien no tiene cuidado de los suyos, y principalmente de los de su familia, ha renegado de la f e.
Sin embargo, aun concurriendo estas circunstancias, queda por considerar si el indigente sufre tan gran necesidad, que no se vislumbre de inmediato cómo se le puede socorrer de otro modo; y en tal caso se está obligado a hacer con él una obra de misericordia. Pero, si está a la vista cómo se le puede socorrer de distinto modo, ya el pobre por sí mismo, ya por una persona más allegada a él o que tenga más recursos, no se está necesariamente obligado a socorrer al indigente de modo que se cometa un pecado al no hacerlo; a pesar de que, si se le socorriera sin hallarse en tal necesidad, se obraría laudablemente...


Algunas veces algunos están impedidos de hacer obras de misericordia, ya sea por causa de su indecencia, ya sea por su incapacidad. En efecto, no todas las obras de misericordia convienen a todo el mundo; así, no está bien que el necio dé consejo, ni que enseñe el ignorante...


No siempre las cosas que el hombre puede hacer por misericordia está obligado a realizarlas gratuitamente; pues, de lo contrario, a nadie le sería lícito vender ninguna cosa, ya que el hombre puede emplear cualquier objeto en la realización de una obra de misericordia. Pero cuando realiza ésta con misericordia, no debe buscar la remuneración humana, sino la divina. Del mismo modo, el abogado, cuando por misericordia defiende la causa de un pobre, no debe aspirar a la remuneración humana, sino a la divina. Mas no siempre está obligado a prestar su intervención gratuitamente.


Es erróneo afirmar que un pecado no pueda ser borrado con una verdadera penitencia. En primer lugar, porque esto está en contradicción con la divina misericordia, de la que en Jl 2,13 se dice que es clemente y misericordioso, tardo a la cólera y está por encima de toda malicia. Dios, en efecto, sería vencido, en cierto modo, por el hombre si el hombre quisiera borrar un pecado y Dios no. En segundo lugar, porque esto rebajaría la eficacia de la pasión de Cristo, por cuya virtud obra la penitencia, como también los demás sacramentos, como está escrito en 1 Jn 2,2: El es la propiciación de nuestros pecados, y no sólo de los nuestros, sino también de los del mundo entero.
Por consiguiente, se ha de afirmar en sentido absoluto que en esta vida los pecados pueden ser borrados por la penitencia...


El sacramento de la penitencia, sin embargo, se realiza por el ministerio del sacerdote que liga y absuelve, como se ha dicho ya (q.84 a.1 ad 2; a.3). Y sin él puede Dios perdonar los pecados, como Cristo perdonó a la mujer adúltera, según se lee en Jn 8,11, y a la pecadora, como se afirma en Lc 7,47.48. A las cuales, sin embargo, no les perdonó los pecados sin la virtud de la penitencia, porque, como dice San Gregorio en una Homilía: Por la gracia atrajo interiormente a la penitencia a quien externamente recibió con misericordia...


El pecado de desesperación o de presunción no consiste en no creer en la justicia o en la misericordia de Dios, sino en despreciarlas.


El don, por la reverencia a Dios, no se fija más que en la necesidad de aquellos a quienes hace beneficios gratuitos. De ahí que se diga en Lc 14,12-13: Cuando hagas una comida o una cena, no llames a tus amigos ni a tus hermanos, etc., sino llama a los pobres y débiles, etcétera, lo cual es propiamente tener misericordia. Por eso se pone como quinta bienaventuranza: Bienaventurados los misericordiosos.
Otras dos bienaventuranzas pertenecen a las obras de la felicidad activa, que son las obras de las virtudes que ordenan al hombre en relación con el prójimo, de las cuales se retraen algunos por el desordenado amor del propio bien. De ahí que el Señor atribuya a estas bienaventuranzas aquellos premios, por los que los hombres se apartan de ellas. Pues algunos se retraen de las obras de justicia no pagando lo que deben, sino tomando más bien lo ajeno, para enriquecerse en bienes temporales. De ahí que el Señor prometa saciedad a los hambrientos de justicia. También se retraen algunos de las obras de misericordia para no mezclarse en las miserias ajenas. De ahí que el Señor prometa a los misericordiosos misericordia, que los libra de toda miseria...


También los premios tienen lugar por adición de unos a otros. En efecto, es más poseer la tierra del reino de los cielos que tenerla simplemente, pues tenemos muchas cosas que no poseemos firme y pacíficamente. También es más ser consolado en el reino que tenerlo y poseerlo, pues poseemos muchas cosas con dolor. También es más ser saciado que ser simplemente consolado, pues la saciedad importa abundancia de consuelo. A su vez, la misericordia excede a la saciedad, al recibir el hombre más que lo que merece o pudiera desear. Y mayor premio es aún ver a Dios, como de mayor dignidad goza el que en la corte del rey no sólo come, sino que puede ver también la cara del rey. Mas la máxima dignidad en la casa del rey la tiene el hijo del rey.


La misericordia divina libra del pecado a los que se arrepienten. Pero a los que, por estar adheridos irrevocablemente al mal, no son capaces de arrepentimiento, la misericordia de Dios no los libra.