¡Oh Jesús amorosísimo,
escondido bajo los tenues velos sacramentales; cordero divino,
perpetuamente inmolado por la paz del mundo!
Oye finalmente
las ardientes plegarias de tu Iglesia que,
por boca de tu indigno servidor,
te pide para el mundo el fuego de la caridad,
para que en ella se enciendan la unión y la concordia y, al calor de éstas,
florezca en nuestra tierra árida y desolada
el blanco lirio de la paz.
¡Que la unción de tu gracia
—bálsamo escondido, fármaco suavísimo—
sane en las almas
las desgarraduras producidas por el odio,
para que todos se sientan hermanos,
hijos de un mismo Padre,
que se nutren en una misma mesa
con manjar celestial!
¡Que tus palabras de paz,
que el amor que siempre rebosa de tu corazón
inspiren a los gobernantes de las naciones,
a fin de que sepan conducir los pueblos
que tu les has confiado
por los caminos de la auténtica fraternidad,
base indispensable de toda felicidad
y todo progreso!».
Papa Pio XII