El purgatorio: amor de Dios que penetra como una llama

El purgatorio es el camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios. Podemos ver esto partiendo de nuestra experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, frente al infinito amor de Dios. Ya en el momento de conversión, sentimos improvisamente la bondad de Dios, la distancia infinita entre nuestra propia vida y esa bondad, y un fuego abrasador en el interior de uno mismo. Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio. El alma se presenta a Dios todavía atada a los deseos y a la pena que derivan del pecado, y esto le impide gozar de la visión beatífica de Dios. Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina majestad. Sentimos cuán distantes estamos, cuán llenos de tantas cosas, de modo que no podemos ver a Dios. El alma es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, por consiguiente, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a ese amor, y precisamente el mismo amor a Dios se convierte en llama, el amor mismo la purifica de sus escorias de pecado.

Cuando Dios ha purificado al hombre, lo une con un sutilísimo hilo de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el hombre queda como superado y vencido, y totalmente fuera de sí. De este modo el corazón del hombre es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía, el único motor de su existencia. Esta situación de elevación hacia Dios y de abandono a su voluntad, expresada en la imagen del hilo, sirve para expresar la acción de la luz divina sobre las almas del purgatorio, luz que las purifica y las eleva hacia los resplandores de los rayos fulgentes de Dios.

Cuanto más amemos a Dios y entremos en intimidad con él en la oración, tanto más él se da a conocer y enciende nuestro corazón con su amor (Ver la experiencia de Santa Catalina de Génova). El purgatorio nos recuerda una verdad fundamental de la fe que se convierte para nosotros en invitación a rezar por los difuntos, a fin de que puedan llegar a la visión beatífica de Dios en la comunión de los santos (Leer Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).


 En gran parte de los hombres –eso podemos suponer– queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría ocurrir? San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Lo hace con imágenes que quieren expresar de algún modo lo invisible, sin que podamos traducir estas imágenes en conceptos, simplemente porque no podemos asomarnos a lo que hay más allá de la muerte ni tenemos experiencia alguna de ello. Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la muerte. Y continúa: «Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (3,12-15). En todo caso, en este texto se muestra con nitidez que la salvación de los hombres puede tener diversas formas; que algunas de las cosas construidas pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el «fuego» en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno. 

Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría. Está claro que no podemos calcular con las medidas cronométricas de este mundo la «duración» de este arder que transforma. El «momento» transformador de este encuentro está fuera del alcance del cronometraje terrenal. Es tiempo del corazón, tiempo del «paso» a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cristo [Leer Catecismo, nn. 1030-1032]. El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros. La encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia– de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación «con temor y temblor» (Fil 2,12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro «abogado» (Leer 1 Jn 2,1).

 Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: si el «purgatorio» es simplemente el ser purificado mediante el fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. Así se aclara aún más un elemento importante del concepto cristiano de esperanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí [Leer Catecismo n. 1032]. Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal. (Benedicto XVI, Spe salvi 46-48)

Por tanto, es necesario para la plena remisión y reparación de los pecados no sólo restaurar la amistad con Dios por medio de una sincera conversión de la mente, y expiar la ofensa inflingida a su sabiduría y bondad, sino también restaurar plenamente todos los bienes personales, sociales y los relativos al orden universal, destruidos o perturbados por el pecado, bien por medio de una reparación voluntaria, que no será sin sacrificio, o bien por medio de la aceptación de las penas establecidas por la justa y santa sabiduría divina, para que así resplandezca en todo el mundo la santidad y el esplendor de la gloria de Dios. De la existencia y gravedad de las penas se deduce la insensatez y malicia del pecado, y sus malas secuelas.

La doctrina del purgatorio sobradamente demuestra que las penas que hay que pagar o las reliquias del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho frecuentemente permanecen, después de la remisión de la culpa [Leer Nm 20, 12; 27,13-14; 2Sam 12,13-14; [...] S. Agustín, Tratado 124,5]; pues en el purgatorio se purifican, después de la muerte, las almas de los difuntos que "hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las faltas de omisión". Las mismas preces litúrgicas, empleadas desde tiempos remotos por la comunidad cristiana reunida en la sagrada misa, lo indican suficientemente diciendo: "Pues estamos afligidos por nuestros pecados: líbranos con amor, para gloria de tu nombre".

Todos los hombres que peregrinan por este mundo cometen por lo menos las llamadas faltas leves y diarias [Leer St 3, 2; 1Jn 1, 8; [...] Lumen gentium, núm. 40.], y, por ello, todos están necesitados de la misericordia de Dios "para verse libres de las penas debidas por los pecados". (Pablo VI, Indulgentiarum doctrina, 3)


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Núm 20,12: Dijo el Señor a Moisés y a Aarón: "Porque no creyeron en mí y no me santificaron frente a los hijos de Israel, no introducirán a este pueblo en la tierra que les he dado". 

Núm 27,13-14: "Después de haberlo visto, serás reunido a tu pueblo, como tu hermano Aarón, porque me ofendiste en el desierto de Sin, en la disputa de la multitud, no santificaste mi voluntad delante de ellos sobre las aguas”. 

2 Reyes 12,13-14: “Y Dijo David a Natán: 'He pecado contra el Señor'. Y dijo Natán a David: 'El Señor perdonó tu pecado; no morirás. Sin embargo, puesto que con esto hiciste blasfemar a los enemigos del Señor, el hijo que te ha nacido, morirá'". 

Concilio Tridentino, ses. VI, can. 30: Si alguien dice que a todo pecador penitente, después que ha aceptado la gracia de la justificación, le es remitida la culpa y deshecha y abolida la obligación del castigo eterno, de tal modo que no le queda la obligación de pagar la pena temporal, ni en este mundo ni en el futuro purgatorio, antes de que se le puedan ser abiertas las puertas del reino de los cielos, excomulgado sea"

Dom. de Septuagésima, Oración: Te pedimos, Señor, que tengas la bondad de responder a las oraciones de tu pueblo: para que, justamente afligidos por nuestros pecados, seamos misericordiosamente librados por la gloria de tu nombre. 

Lunes después de I Dom. de Cuaresma, Oración sobre el pueblo: Rompe, Señor, te lo pedimos, las cadenas de nuestros pecados; y todo lo que merecemos por ellos, propicio aparta. 

III Dom. de Cuaresma, post-comunión: Te pedimos, Señor, que nos absuelvas, benigno, de todas nuestras culpas y peligros, a nosotros que nos hicistes partícipes de tan grande misterio.

St 3,2: "Porque todos caímos en muchas ofensas". 

1Jn 1,8: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros". Y así comenta ese texto el Concilio de Cartago: “Del mismo modo que dice el Apóstol San Juan: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros: Todo aquel que juzgue debe entenderlo que así se debe hablar por humildad que ha pecado y no porque realmente sea así, excomulgado sea. 

Concilio Vaticano II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen Gentium 40: "Puesto que todos caemos en muchas ofensas (cf. St 3,2), estamos continuamente necesitados de la misericordia de Dios y debemos orar cotidianamente: 'Y perdónanos nuestras deudas' (Mt 6 ,12).