¿Qué es misionar?


1. Significado

Misionar significa para la Iglesia llevar el Evangelio a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" [Ap. 21, 5; ver 2 Cor. 5, 17; Gál. 6, 15]. 

Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la novedad del bautismo [Ver Rom. 6, 4] y de la vida según el Evangelio [Ver Ef. 4, 23-24; Col. 3, 9-10]. 

2. Finalidad

La finalidad de la misión es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia misiona cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama [Ver Rom. 1, 16; 1 Cor. 1, 18; 2, 4], trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos.

Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación.

3. Misión y cultura

Posiblemente, podríamos expresar todo esto diciendo: lo que importa es misionar la cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes [Ver 53], no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces, tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.

El Evangelio y, por consiguiente, la misión no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y misión no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.

La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con el Evangelio. Pero este encuentro no se llevará a cabo si el Evangelio no es proclamado.

4. El testimonio misionero

El Evangelio debe ser proclamado en primer lugar, mediante el testimonio. Supongamos un misionero o un grupo de misioneros que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, del Evangelio. Hay en ello un gesto inicial de misión. Son posiblemente las primeras preguntas que se plantearán muchos no cristianos, bien se trate de personas a las que Cristo no había sido nunca anunciado, de bautizados no practicantes, de gentes que viven en una sociedad cristiana pero según principios no cristianos, bien se trate de gentes que buscan, no sin sufrimiento, algo o a Alguien que ellos adivinan pero sin poder darle un nombre. Surgirán otros interrogantes, más profundos y más comprometedores, provocados por este testimonio que comporta presencia, participación, solidaridad y que es un elemento esencial, en general al primero absolutamente en la misión [Ver Tertuliano, Apologético, 39; Minucio Félix, Octavio 9 y 31].

Todos los bautizados están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos misioneros. Se nos ocurre pensar especialmente en la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los reciben.

5. Anuncio del Evangelio

Y, sin embargo, esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado —lo que Pedro llamaba dar "razón de vuestra esperanza" [1 Pe. 3, 15]—, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús. El Evangelio proclamado por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamado por la palabra de vida. No hay misión verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios.

La historia de la Iglesia, a partir del discurso de Pedro en la mañana de Pentecostés, se entremezcla y se confunde con la historia de este anuncio. En cada nueva etapa de la historia humana, la Iglesia, impulsada continuamente por el deseo de misionar, no tiene más que una preocupación: ¿a quién enviar para anunciar este misterio? ¿Cómo lograr que resuene y llegue a todos aquellos que lo deben escuchar? Este anuncio —kerygma, predicación o catequesis— adquiere un puesto tan importante en la misión que con frecuencia es en realidad sinónimo. Sin embargo, no pasa de ser un aspecto.

6. Sacramentos

Efectivamente, el anuncio no adquiere toda su dimensión más que cuando es escuchado, aceptado, asimilado y cuando hace nacer en quien lo ha recibido una adhesión de corazón. Adhesión a las verdades que en su misericordia el Señor ha revelado, es cierto. Pero, más aún, adhesión al programa de vida —vida en realidad ya transformada— que él propone. En una palabra, adhesión al reino, es decir, al "mundo nuevo", al nuevo estado de cosas, a la nueva manera de ser, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio. Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una entrada visible, en una comunidad de fieles. Así pues, aquellos cuya vida se ha transformado entran en una comunidad que es en sí misma signo de la transformación, signo de la novedad de vida: la Iglesia, sacramento visible de la salvación [Ver LG, 1, 9, 48; GS, 42, 45; AG, 1, 5]. Pero a su vez, la entrada en la comunidad eclesial se expresará a través de muchos otros signos que prolongan y despliegan el signo de la Iglesia. En el dinamismo de la misión, aquel que acoge el Evangelio como Palabra que salva [Ver Rom. 1, 16; 1 Cor. 1, 18], lo traduce normalmente en estos gestos sacramentales: adhesión a la Iglesia, acogida de los sacramentos que manifiestan y sostienen esta adhesión, por la gracia que confieren.

7. De misionado a misionero

Finalmente, el que ha sido misionado misiona a su vez. He ahí la prueba de la verdad, la piedra de toque de la misión: es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al reino sin convertirse en alguien que a su vez da testimonio y anuncia.


Cfr. Evangelii nuntiandi, 17-24