"La solidaridad sin subsidiaridad puede degenerar fácilmente en asistencialismo, mientras que la subsidiaridad sin solidaridad corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta. Para respetar estos dos principios fundamentales, la intervención del Estado en ámbito económico no debe ser ni ilimitada, ni insuficiente, sino proporcionada a las exigencias reales de la sociedad"
"Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda («subsidio») —por tanto, de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a las menores. De este modo, los cuerpos sociales intermedios pueden desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, sin deber cederlas injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, de las que terminarían por ser absorbidos y sustituidos y por ver negada, en definitiva, su dignidad propia y su espacio vital.
A la subsidiaridad entendida en sentido positivo, como ayuda económica, institucional, legislativa, ofrecida a las entidades sociales más pequeñas, corresponde una serie de implicaciones en negativo, que imponen al Estado abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, el espacio vital de las células menores y esenciales de la sociedad. Su iniciativa, libertad y responsabilidad, no deben ser suplantadas...
La experiencia constata que la negación de la subsidiaridad, o su limitación en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita, y a veces también anula, el espíritu de libertad y de iniciativa.
Con el principio de subsidiaridad contrastan las formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público: «Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos».
La ausencia o el inadecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función pública, así como también los monopolios, contribuyen a dañar gravemente el principio de subsidiaridad."
Existe entre nosotros una generalizada mentalidad que consiste en confundir lo estatal con lo nacional. Cuando se habla de nacionalizar, inmediatamente se entiende estatizar. Como si solo el estado buscara los intereses nacionales y no las personas privadas o las sociedades intermedias, las familias, las empresas, los municipios, las asociaciones, los clubs. Como si los privados y los entes intermedios no pudieran tener intereses nacionalistas y, por el contrario, el estado no venderse al extranjero. La búsqueda de lo nacional depende no de la institución como tal, sino de la calidad ética de quienes la integran y de las leyes justas que las norman.
¿Quién podrá decir que por el hecho de ser un ministerio estatal -cumpliendo una de las funciones que esencialmente competen al Estado, como son las Relaciones Exteriores- la gestión de la Cancillería automáticamente obedece a intereses nacionales? ¿Quién podrá decir que una universidad estatal automáticamente busca objetivos nacionales? Cuando el Estado no está fuertemente compensado en su poder por el derecho de las personas y de las sociedades intermedias, no solo muy fácilmente se convierte en la maquinaria despótica que anula la legítima libertad de las personas, sino que fácilmente puede transformarse en una especie de ejército de ocupación al servicio de sus integrantes, cuando no de intereses foráneos. Peor aún, en el sistema pseudodemocrático de la partidocracia, en donde por los controles del poder estatal se pelea una clase hambrienta e inmoral que ha tenido tiempo para perder en las luchas estériles de partido y cuyo único objetivo es o llegar a los puestos que el Estado reparte en abundancia con su porción de mando y los beneficios económicos que ello implica o, en los partidos más ideologizados, con la intención de corromper desde arriba la savia más esencial de lo nacional.
El Estado solo debía ser el árbitro supremo que coordinara los fines particulares de las personas y de las sociedades intermedias hacia el bien común cuando ellos entraran en colisión entre sí y asumiera -respetando el principio de subsidiariedad- exclusivamente aquellas tareas de imposible realización a niveles intermedios o particulares -como lo postula el principio de subsidiariedad- y no el monstruo comunista que padecemos y que se inmiscuye arbitrariamente en toda actividad que el particular pretenda realizar.
Pero a esta idea de la necesidad de un Estado fuerte se llega por una especie de abstracción en la cual el Estado automáticamente sería una entidad altruista y deseosa del bien de los demás. Si eso podía entenderse de este modo en las monarquías cristianas anteriores al liberalismo, íntimamente convencidas por el Evangelio de que la autoridad estaba al servicio del pueblo, eso de ninguna manera puede presuponerse hoy. El Estado no es un ente abstracto: está integrado por individuos que han llegado a sus puestos de control, oficinas y prebendas -salvo contadas excepciones- sin el más mínimo sentido de servicio y menos de ganas de trabajar. Ya sabemos perfectamente para qué se busca un puestito en el Estado [...]
Habría mucho de que hablar al respecto, pero atengámonos a lo referente al evangelio de Mateo 23, 1-12. Alguno quisiera quizá que el predicador le diera una interpretación exclusivamente religiosa. Y quizá desde muchos púlpitos se intente hacer esto hablando de los fariseos que somos a veces los cristianos, que aparentamos lo que no somos y exigimos de los demás cosas que nosotros no hacemos. Sin más que sería una piadosa reflexión, siempre necesaria, por otra parte, a partir de las palabras de nuestro Señor. Pero habría que decir que no se trataría de una interpretación exacta del pensamiento de Jesús. Porque, en realidad, al criticar a escribas y fariseos en este pasaje, Jesucristo está criticando a los abogados y a los políticos de su época, que no otra cosa eran estos escribas y fariseos, no personajes religiosos.
Escribas o doctores de la ley, se les llama en el evangelio, exactamente la función de los abogados actuales. Hombres que se habían hecho absolutamente indispensables en el ambiente judío, dada la maraña de leyes con las cuales habían complicado poco a poco la primitiva legislación ya algo complicada del Pentateuco. Por supuesto que no tenían ningún interés en simplificar las cosas, porque de la maraña y complejidad de las leyes vivían. Pero resultaba sospechoso que los mismos encargados de interpretarlas fueran los que las fabricaban y cada vez en mayor abundancia, porque cuantas más leyes hubiera, más necesarios se hacían estos abogados.
Es así que muy sabiamente cuando dos abogados provenientes de Brasil [...] pidieron en 1623 autorización para establecerse en Buenos Aires, donde todavía no había ninguno, el cabildo de Buenos Aires, negó la autorización con este sabio considerando: "dado que entre los vecinos de esta noble ciudad no existen pleitos y debiendo necesariamente los abogados vivir de ellos, temiendo sean ellos mismos promotores de estos para poder vivir, se les deniega la mencionada autorización".
Lamentablemente, tan sabia decisión, luego evidentemente fue levantada y los abogados se convirtieron en la peor peste del País. Y como son ellos los que hacen las leyes de las cuales y por las cuales viven, mientras fueron honestos y cristianos, pase, pero luego y ahora. ¿Qué legislador de los que tenemos, elevado al poder por el sistema perverso de la partidocracia, va a desmarañar las leyes que asfixian a la persona y a la nación si de esas leyes no solo viven como abogados, sino que son esas regulaciones las que les permiten cobrar luego peaje para saltarlas?
¿Y qué decir de legislaciones laborales perversas que solo hacen a la riqueza de los sindicalistas y premio de los peores, pero que a la larga perjudican al trabajador común y, sobre todo, al que busca trabajo y no lo encuentra?
Allí los vemos pontificando sobre la honestidad, sobre los intereses populares, sobre la democracia, sobre los derechos del hombre, sobre la justicia social, sobre el ajuste, atando cargas sobre los privados imposibles de llevar en impuestos, regulaciones, controles y ellos no son capaces de mover esas cargas ni con un dedo, de viaje, en viaje, de asado en asado, de farra en farra, de coima en coima.
No: de ninguna manera el Estatismo es sinónimo de nacionalismo automático y mucho menos de honestidad automática. Al contrario: tiene mucha más capacidad de hacer mal a la nación, y de corromper a sus gestores y de atraer corruptos e incapaces a sus puestos.
Nota:
No estamos defendiendo las privatizaciones al estilo de la ambigua “menemtroika”. Más ambigua que la “perestroika” de Gorbachov. No porque así y todo no sean mejores que el desastre anterior, sino porque no fueron lo que debían ser. Son los funcionarios del Estado los que seguían siendo dueños del monopolio, por más que lo transfieran por inmediatas conveniencias, pero no había nada que impidiera que pudieran volver a tenerlo. Por otra parte, se transfirieron monopolios, pero no se desreguló nada, no había competencia, no había posibilidad al pequeño inversor o industrial de entrar en esas roscas que manejaban muy productivamente para ellos, grandes funcionarios y grandes empresas. [...] Estamos hablando en teoría, lo cual no quiere decir desconectados de la realidad.
Fuente: catecismo.com.ar