El Espíritu Santo, el poder del Altísimo -según las palabras del ángel- será el autor de lo que ha de nacer de la Virgen. Y el lector del pasaje Lc 1,26-38, si está habituado al lenguaje de la Escritura, inmediatamente capta que se encuentra frente a una acción divina tan trascendente como la que describía el viejo poema del Génesis hablando de la Creación, cuando aquel mismo espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas vírgenes y el poder de Dios hacía surgir todas las cosas de la nada.
Precisamente esa nada a partir de la cual será recreado el hombre nuevo es lo que representa la virginidad de María. Después de tantos siglos de meditación cristiana, hablar de una virgen, de la virginidad, es, al menos para la iglesia, un título de honor. Pero de ninguna manera lo era en el antiguo testamento y tampoco en la época en que escribe Lucas. Al contrario, tanto el hombre como la mujer estaban obligados a casarse y engendrar hijos y el que no lo hacía era mirado con desprecio. El que moría sin hijos era como si muriera para siempre, de allí la famosa ley del levirato en que se prescribía que si alguien perecía sin haber tenido hijos, su hermano debía casarse con la viuda para dárselos y así prolongar su estirpe.
La hija de Jefté -cuenta la Biblia en Jueces 11, 34-40- que por una promesa debía ser sacrificada por su padre, se lamenta no porque ha de morir, sino porque muere virgen, es decir, estéril, yerma. Es la desesperación de Sara, de la madre de Sansón, de Isabel, de tantas otras mujeres israelitas que llegan sin descendencia a la vejez.
Foto de Guilman |
La libertad de María y de José y el origen de la vida consagrada
Cuando Lucas alude a la virginidad de María, no está, pues, señalando ninguna especial pureza de connotaciones sexuales, ni que sugiera que sea de alguna manera desdoroso, impuro, el nacer de la unión del varón y la mujer. De ninguna manera: tanto el antiguo como el nuevo testamento creen firmemente en la dignidad y aun santidad del sexo y, en todo caso, es por ello que exigen para él un uso santo. Lucas, al referirse a la virginidad, solo quiere mostrar la impotencia, la pobreza, la nada absoluta de María, a partir de la cual Dios realizará su creación definitiva. Y ese es el sentido también en nuestros días de la virginidad monástica y del celibato sacerdotal en occidente, la renuncia a la máxima eficacia y obra humanas -que es engendrar la vida humana- para que Dios, a través de uno, pueda realizar el milagro permanente de la transmisión de la vida divina. Es esa fecundidad sobrenatural la que puede dar sentido a tantas solteras, vírgenes o parejas sin hijos, si ello lo viven no como mera carencia o egoísmo, sino como libre entrega al querer divino.
Porque no es en la mera pobreza o virginidad de María donde Dios realiza su obra. Aquí no se trata de crear las cosas a partir de una nada inerte. La virginidad de María no se hace fecunda por su aridez material, biológica -ni el celibato como mera soltería- sino porque María la asume en un acto supremo de libertad, para hacerse dócil instrumento del querer divino. La virginidad es así el signo de esa disposición de alma de María, expresada en su "que se cumpla en mí lo que has dicho" o, como se traducía antes, "hágase en mí según tu palabra". María hace presente a Dios mediante su pobreza virginal cuando en un acto de libertad suprema acepta que la palabra de Dios se haga carne en sus entrañas. Su virginidad no es sino el signo externo de su total entrega al decir de Dios.
Así será Ella madre de Dios. Pero ese que será hijo de Dios no será extraño a la historia del hombre, no solo porque se hace hijo de una mujer de Israel, sino porque, al mismo tiempo, será realísimamente descendiente de David: hijo de David, ya que hijo de José. Y, ¿como olvidarlo?, como hijo de José, hijo del carpintero; él también carpintero. Ese será siempre el gran honor de José: el haber sido él quien dio al hijo de Dios su apellido y su prosapia.
Curiosamente, para nosotros, tanto la genealogía que trae Mateo como la que trae Lucas para afirmar la estirpe davídica de Jesús, ambas desembocan en José, el padre legal. Es que para el mundo antiguo y especialmente los judíos -en donde el apellido lo daba siempre el varón- la única garantía de legitimidad del hijo era el reconocimiento del padre. Siempre era evidente quién era la madre, no siempre quién el padre. Solo el reconocimiento de este, el primer interesado, le asimilaba totalmente al apellido. Y eso es lo que hace precisamente José con enorme generosidad y desprendimiento: reconocer la legitimidad y dar su nombre al Señor.
Es, pues, a través de José como Jesús se religa a la historia de la humanidad y de Israel. Dios se hace realmente hombre, no solo por medio del libérrimo si virginal de María, sino también en la libre entrega que José le hace de su estirpe. Hijo de Dios, porque hijo de María; hijo de David, porque hijo de José.
Fuente: catecismo.com.ar