El máximo amor: El amor trinitario

 La eternidad de Dios no es el tedio de lo inerte, del Buda inmóvil que se contempla el ombligo. No. Es el gozo del movimiento en lo que este tiene de Acto, de positivo; descartando toda carencia, toda fatiga, toda ansiedad. Por eso se dice en filosofía cristiana que Dios es el 'Acto puro'.


Tan acto es, tan desborde de sí mismo, que San Juan, renunciando a las habituales categorías filosóficas, cuando quiere definir a Dios, como lo hace en su primera epístola, utiliza una nueva categoría. No dice “Dios es el Ser”, “Dios es la Existencia”, “Dios es el que es”, a la manera del Antiguo Testamento. No. Dice: 'Dios es Amor'.

Esto suena algo melifluo en castellano, al menos en nuestra lengua usual. Pero el original no habla estrictamente del 'amor' corriente, sino de 'agape', un neologismo cristiano que estaría mejor traducido como 'caridad'. Pero, no importa, quedémonos con el término 'amor', siempre que lo entendamos como corresponde. “Dios es Amor”.

De hecho, a partir de esta definición, es como entendió a la Trinidad Ricardo (1110-1173), un teólogo escocés medioeval que vivió como monje en la abadía de San Víctor de París. Si Dios es amor, decía, obviamente no puede ser solo, puede ser único, pero no solo, porque estrictamente nadie puede tenerse amor a sí mismo en sentido propio. Siendo Dios el amor supremo, este amor exige un 'Tú', nacido precisamente en Él del máximo don del amor, que es 'el amor que se da a sí mismo'. Si no se diera a sí mismo, no sería máximo amor. Y, continúa Ricardo, “como el amor no podía permanecer en sí mismo, sino que tenía que entregarse a otro y como ninguna creatura merecía ser amada con amor inmenso, la sabiduría hizo que Dios engendrara a Dios: el Padre al Hijo”.

Cómo Ricardo, en la línea de este amor que constituye la esencia de Dios, exige la procesión del tercero, del Espíritu Santo, no lo voy a explicar ahora para no extenderme.

Pero fíjense cómo esta afirmación del amor y el de la vida trinitaria, consistente en la mutua, plena y permanente entrega, por amor, de las Personas divinas, corrige substancialmente el tedio del Motor inmóvil, el Ser de Parménides.

En Dios no hay ninguna carencia que lo lleve a adquirir, a moverse, en el sentido de conseguir lo que antes no tenía. Pero sí lo hay, no solo en el sentido de gozar de toda la positividad de la acción y del acto, sino en el sentido de 'desbordarse a Sí mismo' en la 'perpetua novedad' de las Procesiones trinitarias.

Y, llegando a nosotros, en la perpetua novedad de la creación. Porque Dios, más allá de la necesidad interna de su 'Ser-Amor' que lo lleva a desplegarse en Tres Personas, sigue exultante y desbordante de amor. Mejor, como dice Juan, sigue 'siendo' amor, también para nosotros.

Porque no es que Dios 'ame'. Primero 'sería', 'es' y, luego, 'ama'; sino que Dios 'es' directamente 'amor' o 'amar'. Y, ahora, libremente, más allá de su extraversión trinitaria, intenta seguir dándose y lo hace, libremente, en la creación. La creación, acto de amor del Dios que 'es' amor.

Y ya es bastante amor el regalarnos el bello universo, el obsequiarnos la vida humana, nuestros años de existencia en la tierra, nuestros talentos, nuestros seres queridos, nuestras propias posibilidades inventivas y creativas. Eso ya es bastante amor. ¡Pero Él quiere darnos muchísimo más!

“Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes”, hemos oído decir a Jesús (Juan 15,9-17). Dios quiere introducirnos en el mismo don del amor por medio del cual engendra, desde toda la eternidad, a su Hijo, el Verbo. ¡Maravilla de maravillas! Ese mismo Amor es el que, en Jesucristo, nos ofrece: “Así Dios nos manifestó su amor. Envió a su hijo único al mundo, para que tuviéramos vida por medio de Él.” La misma Vida con la cual ha engendrado a su Hijo en infinito Amor.

Sin duda que en las lecturas de hoy estamos en el centro mismo del misterio de la vida cristiana.

Es el mismo amor, no que 'tiene' Dios, sino que es Dios, con el cual engendra al Hijo y con el Hijo al Espíritu Santo, el amor que nos regala en Cristo y que, a través de la fe y el bautismo, nos engendra como sus hermanos adoptivos.

Y es en este contexto, finalmente, como adquiere su novedad suprema el famoso precepto del amor. “Ámense los unos a los otros”, no solo “como a ti mismo”, como ya afirmaba el AT respecto a los judíos entre ellos, sino “ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”.

Es aquí donde se entiende la imagen de la vid de la perícopa anterior del capítulo 15 de San Juan y que es continuada por este pasaje del evangelio que hemos aludido. Porque lo que hace de savia vital en toda esta vid y la convierte en organismo vivo no es la imitación 'externa' del amor, sino el mismísimo amor de Dios que, fluyendo de Sí mismo, en desborde y éxtasis al Hijo, en el Hijo se nos transmite realmente a nosotros y en nosotros ha de refluir mutuamente.

Por eso el amor, el verdadero amor, la caridad, el 'agape' cristiano, no es solo una manera 'humana' de imitar el 'modo' de amar de Dios o de Jesús. Es el conectarnos realmente, por eso es virtud 'sobrenatural', con el mismísimo Amor que 'es' Dios y que en Dios se hace Tres Personas y que se nos regala en Jesucristo y hemos de hacer llegar a nuestros hermanos.

Y, si Dios es 'Agape', es 'Amor', es decir, su 'esencia', su 'vida', su 'existencia' es Amor; si nosotros queremos 'vivir', 'existir', 'ser', también nuestra vida ha de ser 'amor'. No 'amar' de vez en cuando, más o menos egoístamente, sino transformarnos nosotros mismos en 'amor'. O, mejor dicho: en Jesús, dejarnos transformar por 'Su Amor', que es el mismísimo 'Amor' que Dios 'es'.

No en el flujo absurdo y sin sentido de Heráclito y de Marx; no en la inmovilidad infecunda de Parménides, Buda o Brahma; sino en la entrega generosa, engendradora y creadora, de, con Cristo, en el amor, dar la Vida verdadera a los demás.

Fuente: catecismo.com.ar