«Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Domingo XIV C)


Comentario a Isaías 66,10-14, Primera Lectura del Domingo XIV, Ciclo C

Jerusalén será, en el futuro, la mujer que da a luz numerosa prole y la cría con mimo. Portadora de las esperanzas del pueblo, la mujer está presente cuando Jesús comienza sus signos. Sabe que Dios es amor y lealtad y que ese amor no ha cesado. Al encontrarse con el Mesías, «la mujer» se limita a constatar la ausencia del vino, símbolo del amor entre el esposo y la esposa. El Mesías puede dar la solución. Lo hará cuando llegue su «hora», «la de pasar de este mundo al Padre». «La mujer», Israel, debe esperar un poco; hasta el momento en que Jesús, viendo a «la madre» diga a «la mujer»: «Ahí tienes a tu hijo». La antigua Jerusalén, la vieja comunidad, reconoce como descendencia suya a la nueva comunidad que ha aceptado el amor de Jesús, el nuevo vino. Nosotros gustamos ese vino que brota del costado de Cristo. Festejamos a la vieja «mujer», y con ella a la nueva madre de cuyos consuelos nos saciaremos.

La misión de la Iglesia es mostrar el consuelo de Dios

Los aliados de ayer y también Dios han olvidado a Jerusalén, que, sola con su dolor, vive la desolación. El abandono de Dios, sin embargo, era por un instante. En seguida manda consolar a su pueblo. Él mismo lo consolará con la ternura de una madre. Con razón esperaba el judaísmo un Mesías llamado «Consolador». Cuando llegue, traerá el consuelo a los que lloran. La marcha de Jesús no priva a los creyentes de consuelo: el Espíritu les asiste en la persecución. Más aún, el creyente sabe que su desolación, unida al sufrimiento de Cristo, es fuente de consuelo. Misión de la Iglesia es mostrar el consuelo de Dios a los pobres y afligidos, hasta que ella sea declarada dichosa porque es consolada. En Jerusalén será consolada.

Las heridas serán curadas

El mundo siempre desgarrado en dos -los cercanos y los lejanos, los amigos y los enemigos- necesita la tregua que proclama nuestro profeta: «¡Paz, paz al de lejos y al de cerca!» Las heridas serán curadas. Este río de paz tiene un precio, que pagará el Siervo de Yahvé. En efecto, Jesús, cuya venida es un evangelio de Paz, reconcilió a todos consigo, haciendo la paz por la sangre de su cruz. Porque a través de él todos tenemos acceso al Padre, Jesús ha establecido la paz para los cercanos y para los lejanos. La Iglesia, donde no valen las distinciones vigentes entre los hombres, puede ser el ámbito de paz para todos los pueblos. Acerquémonos al río de paz que mana de la cruz; extendámosla por la tierra, y saborearemos la dicha de los hijos de Dios.

Resonancias en la comunidad eclesial

Comunidad, rostro materno de Dios: La Jerusalén mesiánica, predicha por el profeta, se verifica anticipadamente en la Iglesia y en nuestra pequeña comunidad eclesial. La Palabra de Dios nos promete paz, riquezas de las naciones, satisfacción de cualquier deseo aun antes de hablar y una cercanía maternal de Dios («como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo»). El oráculo del Señor proclama así cuál es nuestra vocación, aunque todavía no se haya desvelado en totalidad.

Hemos sido llamados a ser fuente de alegría para las naciones, de vida incesante y alimento para los hambrientos y moribundos, de consuelo para los entristecidos. La presencia materna de Dios transfigura, transforma nuestra comunidad y hace de ella madre fecunda de un mundo nuevo.

El principio del realismo tal vez nos sugiera que ésta es una utopía idílica; en cambio, las experiencias de fe comunitaria más profundas permiten vislumbrar esta realidad prometida: «al verlo se alegrará vuestro corazón», y lo que parecía muerto, «vuestros huesos, florecerán como un prado».

Oraciones

Oración I: Padre, Esposo de tu Pueblo, convoca a tu Iglesia para que se alegre de la nueva fecundidad que le has concedido al enviarle el Espíritu Creador de tu Hijo resucitado; haz que olvidemos nuestro pasado estéril y de muerte, y vivamos el gozo fecundo de tu presencia entre nosotros. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Que se derrame sobre nosotros, Padre de todo consuelo, tu Espíritu, pues somos pobres y estamos afligidos a causa de nuestras desgracias; así nosotros, tus pequeños hijos, nos saciaremos de tu amor entrañable. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Dios de la paz, que detestas la guerra y la dispersión de tus hijos, actualiza entre nosotros la obra reconciliadora de Jesucristo para que tu Iglesia se vea inundada por el río de la paz, por el torrente en crecida de la reconciliación entre los pueblos. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]