¿Cómo perdonar una gran ofensa? (Mt 18,21-35)


Resumen

El perdón no supone la indefensión ni la ingenuidad frente al agresor. 

Ni Dios puede reconciliarnos si no nos arrepentimos: buscará nuestro bien, nuestra conversión, intentará inducirnos al arrepentimiento, nos amará, pero, reconciliarnos, nos reconcilia solo si nos arrepentimos.

Tampoco perdón significa olvido. Este solo puede ser signo de mala memoria. Pero tampoco reavivar el recuerdo constantemente y, junto a él, todos los sentimientos malos que éste espontáneamente pueda provocarnos.

Tampoco perdonar significa no castigar. Buenos estaríamos si siempre la madre no castigara todo lo malo que hace su hijo o que la sociedad suprimiera sus leyes penales, sus cárceles, sus policías y sus jueces. A veces el castigo forma parte del perdón. Porque el perdón, en lo moral y lo político, no puede ir en contra de la justicia ni del bien común. Aunque a veces puede ser comprendido en la misericordia. Y si, a veces, se puede condonar el castigo, esto habrá de hacerse después de que el que pide perdón se manifiesta dispuesto a pagar lo que debe ‘dame un plazo y te pagaré la deuda'.

Al enemigo hay siempre que amarlo como persona, pero no en su injusticia, no en su agresión, no como pecador. Como posible penitente, como ser humano, como redimido y amado por Dios.

Contexto

Aunque la parábola de Mateo 18,21-35, aún en su traducción española, es de obvia interpretación, en su tenor actual pierde matices originales que, en tiempos de Jesús y de Mateo, hubo de haber tenido. 

El término "servidor", en hebreo traducía desde antiguo la designación que, en la vieja corte persa, se daba a los sátrapas, los mandatarios provinciales del rey Persa y, muy probablemente, en tiempos de Jesús, después de la administración griega y romana, a los funcionarios encargados de colectar impuestos. De tal manera que, de entrada, desde el comienzo de la parábola, los oyentes de Jesús no tienen la menor simpatía por el servidor llamado a rendir cuentas por el rey. Es probable, pues, que cuando éste, en la narración, le perdona la enorme deuda, los oyentes no queden contentos. Contentos estaban con la noticia de que el sátrapa sería vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía.

Hay que pensar que los problemas sociales que los estudios sociológicos sobre el siglo I en Palestina descubren, son realmente escandalosos. Tanto los persas, como luego los griegos, como después el imperio romano, vivían de los impuestos que lograban extraer, por medio de gobernadores y publicanos, a los pueblos conquistados. La voracidad de las cortes, del estado, alimentando miles de parásitos improductivos era insaciable. Eso empobrecía por cierto la economía general, pero sobre todo a los más pobres. A la rapacidad de los romanos y publicanos había que añadir los impuestos locales, los intereses usurarios que cobraban los prestamistas a los pequeños agricultores después de sequías, plagas o malos precios, con la consiguiente inevitable pauperización de éstos, que terminaban por vender sus tierras y, a veces, a sus propios hijos para poder sobrevivir. Enormes porciones de población -primitivamente pequeños propietarios, clase media- se transformaban en arrendatarios, proletarios o siervos, explotados por grandes terratenientes a veces extranjeros, cuando no finalizaban marginados en la mendicidad o en el bandolerismo. Hablar pues de un servidor o un funcionario de rey, por más que fuera en un cuento, era en aquella época mucho peor que para nosotros en la Argentina hablar de los políticos. Y escuchar que el rey lo perdonaba, era como hoy aquí leer que tal funcionario o político cuestionado es sobreseído o vuelve a aparecer como ave fénix en cualquier otro puesto de gobierno.

Pero es claro que Jesús está contando solo un cuento y no hablando de la justicia humana ni de un juez comprado que encajona un juicio, sino, en todo caso, de la desmesura a la que puede llegar, en su perdón, Dios.

Desmesura, por otro lado, que se acentúa tan pronto nos damos cuenta de lo que significan 10 mil talentos en aquella época. Pensemos que, según datos de los estudiosos, el tributo anual combinado de Galilea y Perea no llegaba a 200 talentos y el de Judea, Samaría e Idumea, juntos, a 600. ¡El sátrapa de marras debía a su Rey más del circulante existente en todo el país! Un empleado común hubiera debido trabajar, a los jornales de entonces, 250.000 años para solventar todo. La cifra era pues sencillamente astronómica e impagable. La venta del funcionario no hubiera resarcido al rey nada más que el placer de la venganza -el esclavo más caro que se conozca en la historia y menciona Dion Casio había valido apenas casi un talento-. La frase "Dame plazo y te pagaré todo" era sencillamente ridícula, hasta quizá insolente. Como insolentes somos nosotros cuando creemos que con nuestras obras podemos pagar la gracia de Dios o su perdón. "Yo no necesito confesarme, me arreglo con Dios solo".

Al contrario, la suma de cien denarios que, a su vez, le debía el otro, probablemente un pobre contribuyente, era, comparada con la anterior, ridículamente pequeña. No mucho más de cincuenta jornales. Más chiquita la cifra Jesús no podía ponerla porque no hubiera justificado el encarcelamiento que hace al cuento. Y si alguien se pregunta cómo encarcelar a alguien podía lograr el pago de una deuda, hay que contestar que, en aquellas épocas, la solidaridad familiar y amical era muy grande, y meter a alguien entre rejas era garantía de que los familiares y amigos tratarían por todos los medios de reunir la suma adeudada, para sacar al deudor del calabozo. Una especie de secuestro 'express' legalizado. Los reyes ptolomeos recurrían incluso a la tortura -el destino final del sátrapa de nuestro evangelio- para lograr que los parientes y amigos se apresuraran aún más a pagar lo adeudado. (Difícil sin embargo que, en el caso de nuestro sátrapa caído en desgracia, ningún amigo, por más tortura que hubiera, se tomaría el trabajo de reunir semejante suma -diez mil talentos-.)

De todos modos el chiste de la parábola es que, cuando todos los oyentes del relato, 'in crescendo', se han ido poniendo en contra del funcionario sin entrañas, Jesucristo, de pronto, lo identifica con ellos mismos. "¡Uds. son el sátrapa!" La deuda del sátrapa respecto al Rey en toda su hiperbólica cuantía, es mucho menor que la que cualquiera de nosotros tiene respecto al Dios que se nos acerca.

Meditación

Y ahora nos damos cuenta de que la parábola va mucho más allá de su significado obvio. Porque si en el caso del rey y su sátrapa todavía podía existir una cierta lejana paridad -un posible aunque lejanísimo resarcimiento-, en el caso de Dios, de ninguna manera. Dios no necesita de nosotros como, de alguna manera, el rey necesitaba de los sátrapas -aunque quizá no de ese sátrapa en particular-. Él no precisa para nada de nuestros servicios. Y el don de su amistad y su confianza es algo totalmente gratuito, inmerecido, solo producto de la misericordia de un Dios que, inexplicablemente, quiere "aprojimarse" a nosotros y brindarnos su amor, introducirnos en su familia, en su corte, en su intimidad..

Pero piénsese que el significado último de la parábola hay que entenderlo desde el evangelio de Mateo, que la está recordando a cristianos que ya están viviendo en la Iglesia en Siria en la segunda mitad del siglo primero. Ya muchos se han acostumbrado a ser cristianos, bautizados, vivificados por el espíritu de Dios, elevados al estado sobrenatural, llamados a la vida eterna ... No toman conciencia de la novedad increíble que ello significa siempre para el hombre. Hasta, quizá, muchos de ellos, testigos de su fe, perseguidos por judíos y paganos, desarrollan sin darse cuenta una especie de larvado orgullo frente a los demás y frente a Dios, creyéndose, por su testimonio y sus dificultades, con cierto derecho a ser cristianos, amados por Dios. Incluso, a lo mejor, a ser severos e inmisericordes con los paganos que los persiguen y los judíos que no se han plegado a ellos, o aún con cristianos que dejan de ser cristianos o no se comportan visiblemente como tales.

Pensemos que esta parábola sigue de inmediato y completa y corrige lo que hemos leído en el evangelio del domingo pasado sobre la corrección fraterna y la expulsión final, del que no se corrige, de la Iglesia, y su consideración como pagano y publicano.

Esta expulsión institucional, insiste ahora Mateo, siempre en el ámbito de la Iglesia -no de la sociedad civil que, por autodefensa, ha de ser mucho más severa- nunca puede dar ocasión al odio, al rencor, a la venganza. Y mucho menos, entre cristianos, en lo personal, nada puede justificar las ofensas y males que nos inferimos, ni, por ellos, las separaciones y cortes definitivos que provocamos, toda vez que haya por la parte ofensora verdadera voluntad de arrepentirse y reparar.

Pero la posición de Mateo en el pasaje de hoy es más profunda todavía. En el texto paralelo de Lucas referido al perdón (Lc 17, 3-4) se pone la condición "si se arrepiente." Aquí, en Mateo, el perdón es incondicionado: no se pregunta "cuántas veces debo perdonarle si se arrepiente", sino, lisa y llanamente, "cuántas veces tengo que perdonarlo". Lo de si se arrepiente o no se arrepiente tiene que ver no con el perdón sino con la corrección fraterna y las medidas a tomar contra -en realidad a favor-, el pecador.

Por supuesto que aquel que insiste en su posición pecadora no puede integrarse plenamente en la Iglesia y, quizá, por su propio bien y el de los míos, no es bueno que, si no se arrepiente, tenga que recibirlo en el ámbito de mi amistad o de mi familia, o de mi negocio. Pero mi interior -nos dice hoy Mateo- siempre tiene que estar abierto a ese retorno siempre posible, y nunca modelarse en inquina, en cerrazón, en aborrecimiento, en dureza de corazón. Pensemos que nos estamos moviendo en el ámbito de las bienaventuranzas y del precepto del amor ¡y del increíble amor aún al enemigo, al que te hace daño!, del sermón de las montañas. El "si se arrepiente" para perdonar, es una cuestión puramente exterior, de manejo prudencial de la sociedad y de nuestras relaciones; pero el motor interior de todos nuestros actos ha de ser la actitud grande, incondicionada, heroica, del perdón, del amor venciendo el mal, y transformándose en nosotros en fuente de paz, no de perpetuo resentimiento, de acidez de nuestra alma, de amarillez de nuestra piel, de prematuro envejecimiento en nuestro rostro, de veneno en nuestros corazones.

Es una pena la moderna traducción del "Padre nuestro" que, en lugar de "perdónanos nuestras deudas", habla de "perdónanos nuestras ofensas". Además de ser una mala traducción del griego, hace perder mordiente a la oración de Jesús, aunque la razón del cambio haya sido que "deuda" es un término que en castellano tiene excesivo matiz económico.

La deuda es algo mucho más sutil, que viene no solo del pecado perdonado, sino simplemente de la magnitud del regalo recibido, como cuando alguno nos hace un gran e inmerecido favor y le decimos "estaremos siempre en deuda con Ud." Vean qué lástima, el "Padre nuestro" de ahora -"perdona nuestras ofensas"- jamás podríamos rezarlo con la Virgen ni con Jesús, porque ellos jamás ofendieron a Dios. En cambio sí el que aprendimos cuando chicos, "perdónanos nuestras deudas", porque ellos vivieron plenamente el agradecimiento de las superlativas gracias recibidas desde sus respectivas concepciones.

En realidad perdón es etimológicamente eso, gracia superlativa, porque 'per', en latín, quiere decir 'super', 'hiper', 'máximo', 'total'... Un per-dón, es un super-don, un maxi-don... 

Por eso aún sin pecado, la gracia siempre es perdón, regalo impresionante, absolutamente injustificado desde nuestros merecimientos, aún sin ningún pecado, (aunque el pecado pueda hacerlo más patente). Hay muchísima más distancia entre el don de la gracia de Dios y nosotros, que entre la perversidad de nuestros peores enemigos y nuestro ser.

Por más que frente al que nos agrede sea lícito tomar medidas para defendernos y, sobre todo, neutralizarlo en el daño que pueda hacer a los nuestros, no hay mal que nadie pueda hacernos en este mundo que valga la pérdida de la gracia, instalar el odio en nuestro corazón, vivir la mezquindad innoble del resentimiento.

Porque quizá, justamente, lo que Dios no puede perdonar, aunque quiera, es el odio que cierra el corazón a la gracia, que siempre es amor.

El rey pudo perdonar al servidor que le adeudaba cualquier cantidad, porque Dios está lejísimo, en su riqueza y en su infinita nobleza, de cualquier torpe nuestro intento, pobres creaturas, sátrapas de pacotilla, de ofenderlo. Pero nada puede hacer si nuestro obrar y sentir hacia los demás se cierra en el encono y la falta de amor.

El rey perdonó los diez mil talentos que a él le debían; pero no pudo hacer nada por el que, perdonado, reclamó, miserable, cien denarios a su hermano.

Fuente: catecismo.com.ar