Colaboración entre la Iglesia y el Estado



Según explica el Cardenal Ratzinger, las modalidades concretas de colaboración entre la Iglesia y el Estado varían según las circunstancias, aunque deberán respetarse dos principios: el Estado debe garantizar que ninguna persona puede ser forzada a abrazar una religión en contra de su voluntad, y el Estado debe abstenerse de declarar la verdad religiosa como asunto de su competencia, dejando salvado lo que se refiere a la moral natural. Este principio se basa en la distinción de fines y de medios propios de la Iglesia y del Estado, que es doctrina antiquísima en la Iglesia y ha sido confirmada, entre otros, por León XIII en la Encíclica ImmortaleDei.


El n. 3 de la Declaración Dignitatis Humanae se redactó para que no parezca que este documento afirme que los poderes públicos pueden favorecer el laicismo. En efecto, la Comisión redactora de la Dignitatis Humanae, después de escuchar el parecer de muchos Padres conciliares, propuso añadir en este número el siguiente inciso: «la autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos; pero excede su competencia si pretende dirigir o impedir los actos religiosos»: cf. Ibidem, p. 27. En cuanto a la antigüedad de esta doctrina, es clásico citar la Carta del Papa Gelasio I al Emperador Anastasio I (año 494), en la que se afirma: «Hay, en verdad, augustísimo emperador, dos poderes por los cuales este mundo es particularmente gobernado: la sagrada autoridad de los papas y el poder real (…). Si en asuntos que tocan a la administración de la disciplina pública, los obispos de la iglesia, sabiendo que el imperio se te ha otorgado por la disposición divina, obedecen tus leyes para que no parezca que hay opiniones contrarias en cuestiones puramente materiales, ¿con qué diligencia, pregunto yo, debes obedecer a los que han recibido el cargo de administrar los divinos misterios?»

En efecto, se debe admitir que el Estado en cuanto tal no tiene ninguna competencia en el orden sobrenatural, puesto que en este orden la competencia recae en exclusiva en la Iglesia. Es erróneo, sin embargo, afirmar que el Estado no tiene obligaciones hacia Dios o hacia la Iglesia. Los gobernantes, en cuanto gobernantes y no solo en cuanto hombres, están obligados a buscar la verdad y a adherirse a ella. Por eso no se excluye que alguna Constitución haga la opción de declarar la confesionalidad del Estado. Sin embargo, esto se debe hacer sin inmiscuirse en la conciencia de cada ciudadano y con los límites debidos al derecho de la libertad religiosa. Además, la unión al Reino de Cristo no significa que el Estado y la Iglesia se unan de tal manera que desapareciese la distinción de naturaleza, misión y funciones entre ambos.

Por otro lado, en la doctrina del Concilio Vaticano II la libertad de la Iglesia Católica no se identifica totalmente con la libertad de las demás confesiones religiosas. Esta tiene, en efecto, el fundamento de la libertad social y civil en materia religiosa. Sin embargo, la Iglesia Católica, además de este fundamento común, tiene otro fundamento propio y exclusivo de orden superior, que es el de ser la única Iglesia verdadera, fundada por Dios mismo, y de tener una misión divina.

«Entre las cosas que pertenecen al bien de la Iglesia, más aún, al bien de la misma sociedad temporal, y que han de conservarse en todo tiempo y lugar y defenderse contra toda injusticia, es ciertamente importantísimo que la Iglesia disfrute de tanta libertad de acción, cuanta requiera el cuidado de la salvación de los hombres» (Dignitatis Humanae  n. 13).


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