Según explica el Cardenal Ratzinger, las modalidades concretas de colaboración entre la Iglesia y el Estado varían según las circunstancias, aunque deberán respetarse dos principios: el Estado debe garantizar que ninguna persona puede ser forzada a abrazar una religión en contra de su voluntad, y el Estado debe abstenerse de declarar la verdad religiosa como asunto de su competencia, dejando salvado lo que se refiere a la moral natural. Este principio se basa en la distinción de fines y de medios propios de la Iglesia y del Estado, que es doctrina antiquísima en la Iglesia y ha sido confirmada, entre otros, por León XIII en la Encíclica ImmortaleDei.
En efecto, se debe admitir que el Estado en cuanto tal no tiene ninguna competencia en el orden sobrenatural, puesto que en este orden la competencia recae en exclusiva en la Iglesia. Es erróneo, sin embargo, afirmar que el Estado no tiene obligaciones hacia Dios o hacia la Iglesia. Los gobernantes, en cuanto gobernantes y no solo en cuanto hombres, están obligados a buscar la verdad y a adherirse a ella. Por eso no se excluye que alguna Constitución haga la opción de declarar la confesionalidad del Estado. Sin embargo, esto se debe hacer sin inmiscuirse en la conciencia de cada ciudadano y con los límites debidos al derecho de la libertad religiosa. Además, la unión al Reino de Cristo no significa que el Estado y la Iglesia se unan de tal manera que desapareciese la distinción de naturaleza, misión y funciones entre ambos.
Por otro lado, en la doctrina del Concilio Vaticano II la libertad de la Iglesia Católica no se identifica totalmente con la libertad de las demás confesiones religiosas. Esta tiene, en efecto, el fundamento de la libertad social y civil en materia religiosa. Sin embargo, la Iglesia Católica, además de este fundamento común, tiene otro fundamento propio y exclusivo de orden superior, que es el de ser la única Iglesia verdadera, fundada por Dios mismo, y de tener una misión divina.
«Entre las cosas que pertenecen al bien de la Iglesia, más aún, al bien de la misma sociedad temporal, y que han de conservarse en todo tiempo y lugar y defenderse contra toda injusticia, es ciertamente importantísimo que la Iglesia disfrute de tanta libertad de acción, cuanta requiera el cuidado de la salvación de los hombres» (Dignitatis Humanae n. 13).
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