Papa Francisco |
Una educación cristiana de la sexualidad
AL 200. Los Padres sinodales insistieron en que las familias cristianas, por la gracia del sacramento nupcial, son los principales sujetos de la pastoral familiar, sobre todo aportando «el testimonio gozoso de los cónyuges y de las familias, iglesias domésticas»[Relatio synodi 2014, 30].
Por ello, remarcaron que «se trata de hacer experimentar que el Evangelio de la familia es alegría que “llena el corazón y la vida entera”, porque en Cristo somos “liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (Evangelii gaudium, 1).
205. Los Padres sinodales han dicho de diversas maneras que necesitamos ayudar a los jóvenes a descubrir el valor y la riqueza del matrimonio [Cf. Relatio synodi 2014, 26].
Deben poder percibir el atractivo de una unión plena que eleva y perfecciona la dimensión social de la existencia, otorga a la sexualidad su mayor sentido, a la vez que promueve el bien de los hijos y les ofrece el mejor contexto para su maduración y educación.
282. Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor inmenso, aunque hoy algunos consideren que es una cuestión de otras épocas. Es una defensa natural de la persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro objeto. Sin el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual que nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a otros.
283. Con frecuencia la educación sexual se concentra en la invitación a «cuidarse», procurando un «sexo seguro». Esta expresión transmite una actitud negativa hacia la finalidad procreativa natural de la sexualidad, como si un posible hijo fuera un enemigo del cual hay que protegerse. Así se promueve la agresividad narcisista en lugar de la acogida. Es irresponsable toda invitación a los adolescentes a que jueguen con sus cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los valores, el compromiso mutuo y los objetivos propios del matrimonio. De ese modo se los alienta alegremente a utilizar a otra persona como objeto de búsquedas compensatorias de carencias o de grandes límites. Es importante más bien enseñarles un camino en torno a las diversas expresiones del amor, al cuidado mutuo, a la ternura respetuosa, a la comunicación rica de sentido. Porque todo eso prepara para un don de sí íntegro y generoso que se expresará, luego de un compromiso público, en la entrega de los cuerpos. La unión sexual en el matrimonio aparecerá así como signo de un compromiso totalizante, enriquecido por todo el camino previo.
284. No hay que engañar a los jóvenes llevándoles a confundir los planos: la atracción «crea, por un momento, la ilusión de la “unión”, pero, sin amor, tal unión deja a los desconocidos tan separados como antes»[Erich Fromm, The art of Loving, New York 1956, 54].
El lenguaje del cuerpo requiere el paciente aprendizaje que permite interpretar y educar los propios deseos para entregarse de verdad. Cuando se pretende entregar todo de golpe es posible que no se entregue nada. Una cosa es comprender las fragilidades de la edad o sus confusiones, y otra es alentar a los adolescentes a prolongar la inmadurez de su forma de amar. Pero ¿quién habla hoy de estas cosas? ¿Quién es capaz de tomarse en serio a los jóvenes? ¿Quién les ayuda a prepararse en serio para un amor grande y generoso? Se toma demasiado a la ligera la educación sexual.
Situaciones pastorales difíciles
293. Es preocupante que muchos jóvenes hoy desconfíen del matrimonio y convivan, postergando indefinidamente el compromiso conyugal, mientras otros ponen fin al compromiso asumido y de inmediato instauran uno nuevo. Ellos, «que forman parte de la Iglesia, necesitan una atención pastoral misericordiosa y alentadora»[Relatio synodi 2014, 26].
Porque a los pastores compete no sólo la promoción del matrimonio cristiano, sino también «el discernimiento pastoral de las situaciones de tantas personas que ya no viven esta realidad», para «entrar en diálogo pastoral con ellas a fin de poner de relieve los elementos de su vida que puedan llevar a una mayor apertura al Evangelio del matrimonio en su plenitud»[Relatio synodi 2014, 41].
En el discernimiento pastoral conviene «identificar elementos que favorezcan la evangelización y el crecimiento humano y espiritual»[Ibíd.].
307. Para evitar cualquier interpretación desviada, recuerdo que de ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza: «Es preciso alentar a los jóvenes bautizados a no dudar ante la riqueza que el sacramento del matrimonio procura a sus proyectos de amor, con la fuerza del sostén que reciben de la gracia de Cristo y de la posibilidad de participar plenamente en la vida de la Iglesia»[ Relatio synodi 2014, 26].
La tibieza, cualquier forma de relativismo, o un excesivo respeto a la hora de proponerlo, serían una falta de fidelidad al Evangelio y también una falta de amor de la Iglesia hacia los mismos jóvenes. Comprender las situaciones excepcionales nunca implica ocultar la luz del ideal más pleno ni proponer menos que lo que Jesús ofrece al ser humano.
Reflexión: La Familia
El divino Salvador ha traído al hombre ignorante y débil su verdad y su gracia: la verdad, para indicarle el camino que conduce a su meta; la gracia, para conferirle la fuerza de poder alcanzarla.
Recorrer este camino significa, en la práctica, aceptar la voluntad y los mandamientos de Cristo y conformar a ellos su vida, esto es, cada uno de los actos internos y externos, que la libre voluntad humana escoge y determina. Y ¿cuál es la facultad espiritual que en los casos particulares señala a la voluntad misma, para que ésta escoja y determine, los actos que son conformes a la voluntad divina, sino la conciencia? Esta es, por lo tanto, eco fiel, nítido reflejo de la norma divina para las acciones humanas. De modo que expresiones como «el juicio de la conciencia cristiana», o esta otra, «juzgar según la conciencia cristiana», tienen este sentido: la norma de la decisión última y personal para una acción moral está tomada de la palabra y de la voluntad de Cristo. El es, en efecto, el camino, la verdad y la vida, no sólo para todos los hombres tomados en conjunto, sino para cada uno (cf. Jn 14, 6): lo es para el hombre adulto, lo es para el niño y para el joven.
De donde se sigue que formar la conciencia cristiana de un niño o de un joven consiste, ante todo, en instruir su inteligencia acerca de la voluntad de Cristo, su ley, su camino, y, además, en cuanto desde fuera puede hacerse, para introducirla al libre y constante cumplimiento de la voluntad divina. Este es el deber más alto de la educación.
Mas ¿dónde encontrarán el educador y el educando, concreta, fácil y ciertamente, la moral cristiana? En la ley del Creador impresa en el corazón de cada uno (cf. Rom 2,14-16), y en la revelación, es decir, en el conjunto de las verdades y de los preceptos enseñados por el divino Maestro. Todo esto —así la ley escrita en el corazón, o ley natural, como las verdades y los preceptos de la revelación sobrenatural— lo ha dejado Jesús Redentor, cual tesoro moral de la humanidad, en manos de su Iglesia, de suerte que ésta lo predique a todas las criaturas, lo explique y lo transmita, de generación en generación, intacto y libre de toda contaminación y error.
El divino Redentor ha entregado su Revelación —de la cual forman parte esencial las obligaciones morales— no ya a cada uno de los hombres, sino a su Iglesia, a la que ha dado la misión de conducirlos a que abracen con fidelidad aquel sacro depósito.
E, igualmente, a la Iglesia misma y no a cada uno de los individuos, fue prometida la asistencia ordenada a preservar la Revelación de errores y deformaciones. Sabia providencia también ésta, porque la Iglesia, organismo viviente, puede así, segura y fácilmente, tanto iluminar y profundizar aun las verdades morales como aplicarlas, manteniendo intacta su sustancia, a las variables condiciones de lugares y de tiempos. Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina social de la Iglesia, que, nacida para responder a nuevas necesidades, en el fondo no es sino la aplicación de la perenne moral cristiana a las presentes circunstancias económicas y sociales.
La Iglesia no puede abstenerse de amonestar a los fieles que estas riquezas no se pueden adquirir ni conservar sino a costa de concretas obligaciones morales. Una conducta diversa terminaría por hacer olvidar un principio predominante, en el cual siempre insistió Jesús, su Señor y Maestro. El, en efecto, enseñó que para entrar en el reino del cielo no basta decir Señor, Señor, sino que precisa cumplir la voluntad del Padre celestial (cf. Mt 7,21).
El habló de la puerta estrecha y de la vía angosta que conduce a la vida (cf. Mt 7,13-14), y añadió: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque yo os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán (Lc 13.24). El puso como piedra de toque y señal distintiva del amor hacia sí mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos (Jn 14,21-24). Por ello, al joven rico, que le pregunta, le responde: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos; y a la nueva pregunta: ¿Cuáles?, le responde: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo. A quien quiere imitarle le pone como condición que renuncie a sí mismo y tome su cruz cada día (cf. Lc 9,23). Exige que el hombre esté dispuesto a dejar por El y por su causa todo cuanto de más querido tenga, corno el padre., la madre, los propios hijos, y hasta el último bien —la propia vida (cf. Mt 10,37-39)—. Pues añade El: A vosotros, mis amigos, yo os digo: No temáis a los que matan el cuerpo y luego ya nada más puedan hacer. Yo os diré a quién habéis de temer: Temed al que, una vez quitada la vida, tiene poder para echar al infierno (Lc 12, 4-5).
Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las perfecciones infinitas de su Corazón, lleno de amor y de bondad (Lit. de sagr. Corazón de Jesús).
Declaramos hoy a los educadores y a la misma juventud: el mandamiento divino de la pureza de alma y de nuevo vale sin disminución también para la juventud de hoy. También ella tiene la obligación moral y, con la ayuda de la gracia, la posibilidad de conservarse pura. Por lo tanto, rechazamos como errónea la afirmación de quienes consideran inevitables las caídas en los años de la pubertad, que por ello no merecerían el que se haga gran caso de ellas, como si no fueran culpas graves, porque ordinariamente —añaden ellos— la pasión quita la libertad necesaria para que un acto sea moralmente imputable.
Y, por lo contrario, norma es obligatoria y prudente que el educador, aun sin dejar de representar a los jóvenes los nobles méritos de la pureza, de suerte que les lleve a amarla y a desearla por sí misma, les inculque, sin embargo, claramente el mandamiento como tal, en toda su gravedad y seriedad de ordenación divina. Así es como estimulará a los jóvenes a evitar las ocasiones próximas, les animará en la lucha, cuya dureza no les ocultará, les incitará a abrazarse valerosamente con los sacrificios que la virtud exige, y les exhortará a que perseveren y no caigan en el peligro de dejar las armas ya desde el principio y sucumbir sin resistencia a los hábitos perversos.
Y más aún que en el terreno de la vida privada, son muchos hoy los que querrían que la autoridad de la ley moral se excluyera de la vida pública, económica y social, de la acción de los poderes públicos en los interior y en lo exterior, en la paz y en la guerra, como si aquí Dios nada tuviera que decir, al menos de definitivo. [Pio XII, La famiglia].
Recorrer este camino significa, en la práctica, aceptar la voluntad y los mandamientos de Cristo y conformar a ellos su vida, esto es, cada uno de los actos internos y externos, que la libre voluntad humana escoge y determina. Y ¿cuál es la facultad espiritual que en los casos particulares señala a la voluntad misma, para que ésta escoja y determine, los actos que son conformes a la voluntad divina, sino la conciencia? Esta es, por lo tanto, eco fiel, nítido reflejo de la norma divina para las acciones humanas. De modo que expresiones como «el juicio de la conciencia cristiana», o esta otra, «juzgar según la conciencia cristiana», tienen este sentido: la norma de la decisión última y personal para una acción moral está tomada de la palabra y de la voluntad de Cristo. El es, en efecto, el camino, la verdad y la vida, no sólo para todos los hombres tomados en conjunto, sino para cada uno (cf. Jn 14, 6): lo es para el hombre adulto, lo es para el niño y para el joven.
De donde se sigue que formar la conciencia cristiana de un niño o de un joven consiste, ante todo, en instruir su inteligencia acerca de la voluntad de Cristo, su ley, su camino, y, además, en cuanto desde fuera puede hacerse, para introducirla al libre y constante cumplimiento de la voluntad divina. Este es el deber más alto de la educación.
Mas ¿dónde encontrarán el educador y el educando, concreta, fácil y ciertamente, la moral cristiana? En la ley del Creador impresa en el corazón de cada uno (cf. Rom 2,14-16), y en la revelación, es decir, en el conjunto de las verdades y de los preceptos enseñados por el divino Maestro. Todo esto —así la ley escrita en el corazón, o ley natural, como las verdades y los preceptos de la revelación sobrenatural— lo ha dejado Jesús Redentor, cual tesoro moral de la humanidad, en manos de su Iglesia, de suerte que ésta lo predique a todas las criaturas, lo explique y lo transmita, de generación en generación, intacto y libre de toda contaminación y error.
El divino Redentor ha entregado su Revelación —de la cual forman parte esencial las obligaciones morales— no ya a cada uno de los hombres, sino a su Iglesia, a la que ha dado la misión de conducirlos a que abracen con fidelidad aquel sacro depósito.
E, igualmente, a la Iglesia misma y no a cada uno de los individuos, fue prometida la asistencia ordenada a preservar la Revelación de errores y deformaciones. Sabia providencia también ésta, porque la Iglesia, organismo viviente, puede así, segura y fácilmente, tanto iluminar y profundizar aun las verdades morales como aplicarlas, manteniendo intacta su sustancia, a las variables condiciones de lugares y de tiempos. Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina social de la Iglesia, que, nacida para responder a nuevas necesidades, en el fondo no es sino la aplicación de la perenne moral cristiana a las presentes circunstancias económicas y sociales.
La Iglesia no puede abstenerse de amonestar a los fieles que estas riquezas no se pueden adquirir ni conservar sino a costa de concretas obligaciones morales. Una conducta diversa terminaría por hacer olvidar un principio predominante, en el cual siempre insistió Jesús, su Señor y Maestro. El, en efecto, enseñó que para entrar en el reino del cielo no basta decir Señor, Señor, sino que precisa cumplir la voluntad del Padre celestial (cf. Mt 7,21).
El habló de la puerta estrecha y de la vía angosta que conduce a la vida (cf. Mt 7,13-14), y añadió: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque yo os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán (Lc 13.24). El puso como piedra de toque y señal distintiva del amor hacia sí mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos (Jn 14,21-24). Por ello, al joven rico, que le pregunta, le responde: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos; y a la nueva pregunta: ¿Cuáles?, le responde: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo. A quien quiere imitarle le pone como condición que renuncie a sí mismo y tome su cruz cada día (cf. Lc 9,23). Exige que el hombre esté dispuesto a dejar por El y por su causa todo cuanto de más querido tenga, corno el padre., la madre, los propios hijos, y hasta el último bien —la propia vida (cf. Mt 10,37-39)—. Pues añade El: A vosotros, mis amigos, yo os digo: No temáis a los que matan el cuerpo y luego ya nada más puedan hacer. Yo os diré a quién habéis de temer: Temed al que, una vez quitada la vida, tiene poder para echar al infierno (Lc 12, 4-5).
Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las perfecciones infinitas de su Corazón, lleno de amor y de bondad (Lit. de sagr. Corazón de Jesús).
Declaramos hoy a los educadores y a la misma juventud: el mandamiento divino de la pureza de alma y de nuevo vale sin disminución también para la juventud de hoy. También ella tiene la obligación moral y, con la ayuda de la gracia, la posibilidad de conservarse pura. Por lo tanto, rechazamos como errónea la afirmación de quienes consideran inevitables las caídas en los años de la pubertad, que por ello no merecerían el que se haga gran caso de ellas, como si no fueran culpas graves, porque ordinariamente —añaden ellos— la pasión quita la libertad necesaria para que un acto sea moralmente imputable.
Y, por lo contrario, norma es obligatoria y prudente que el educador, aun sin dejar de representar a los jóvenes los nobles méritos de la pureza, de suerte que les lleve a amarla y a desearla por sí misma, les inculque, sin embargo, claramente el mandamiento como tal, en toda su gravedad y seriedad de ordenación divina. Así es como estimulará a los jóvenes a evitar las ocasiones próximas, les animará en la lucha, cuya dureza no les ocultará, les incitará a abrazarse valerosamente con los sacrificios que la virtud exige, y les exhortará a que perseveren y no caigan en el peligro de dejar las armas ya desde el principio y sucumbir sin resistencia a los hábitos perversos.
Y más aún que en el terreno de la vida privada, son muchos hoy los que querrían que la autoridad de la ley moral se excluyera de la vida pública, económica y social, de la acción de los poderes públicos en los interior y en lo exterior, en la paz y en la guerra, como si aquí Dios nada tuviera que decir, al menos de definitivo. [Pio XII, La famiglia].