Pentecoestés: esperanza frente al caos y la soberbia



Ya sabemos que es la Pascua de Cristo la que nos trae la verdadera libertad. Nos libera, precisamente, de la desmesura, de nuestra libido de infinito, porque la hace apuntar hacia aquello para la cual ha sido creada en la mente humana: no para intentar saciarse desordenadamente en este mundo, sino para el encuentro con Dios, para la ofrenda de amor de uno mismo y para el disfrute resucitado del cielo.

Y, contra le ley trampa de la frondosa legislación farisea, falso pentecostés, constitución que, ni con cola, pega con la vida de los pueblos, la fuerza unificadora, antibabélica, del Espíritu Santo, último fruto de la cosecha de aquella que fue la siembra de la muerte de Cristo, cosecha iniciada en la Pascua de su Resurrección.

Espíritu-Ley que ya no es la maraña talmúdica del rabino, ni la pacotilla de los 613 mandatos bíblicos, ni de cualquier moral, ni código civil o laboral, sino la Ley que, predecía Ezequiel, se grabaría en el corazón de los hombres como ímpetu de bien, de solidaridad y amor humanos, pero, sobre todo, de vuelo libérrimo hacia los brazos de Dios, en verdadero amor divino, en Caridad.

El hombre elevado, más allá de lo humano, a la condición de hijo de Dios, hermano de Cristo, vivificado por el Espíritu. Ese Espíritu, que es instinto divino de amor, que sobreeleva nuestros quereres, potencia nuestra libertad y nos hace merecedores de la meta alcanzada por Cristo y por Su Madre. Instinto divinal que, al mismo tiempo, en frutos humanos de santidad, nos permite cumplir como corresponde nuestros deberes terrenos, aprovechar nuestras oportunidades temporales y llevar adelante una auténtica sociedad humana.

En Pentecostés, la desmesura del hombre encuentra su objeto, decíamos, porque el Espíritu nos hace posible nada menos que aspirar a la felicidad divina, al infinito gozo. Y la pregunta sobre la muerte recibe respuesta, porque ya no dependerá ésta de nuestra fisiología, sino de si hemos o no vivido de acuerdo al Espíritu de Cristo.

Es ese mismo espíritu el que, vivificando a la Iglesia militante, la transforma en cuerpo místico de Cristo, en sociedad sobrenatural, transida de gracia, dadora de verdadera vida, a pesar de los desfallecimiento y agachadas de los hombres -¡demasiado humanos y por tanto pecadores!- que la integramos.

"La verdad los hará libres"

Pero es esa misma gracia del Espíritu de Cristo, de la fe cristiana, la única capaz de hacer que las sociedades cumplan como corresponde la ley moral, la que dimana de los resortes profundos de la psique humana diseñada por Dios. De allí que la gracia del espíritu de Cristo no es una respuesta sobrenatural solo encaminada a la Vida Eterna; es también -aunque secundariamente- un elemento político ya que, sin ella, ninguna sociedad puede alcanzar en esta tierra equilibrio y perfección. No puede haber una sociedad verdaderamente justa si no es cristiana. El llamado pluralismo religioso o ideológico se soporta, se tolera, no se ansía, como proclama cierto liberalismo espurio introducido en las filas católicas. Nadie puede desear que la moneda falsa circule junto con la moneda sana. Como dice San Pablo "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (I Tim 2, 4). Esa verdad que, según nuestro mismo Señor, es la única capaz de hacernos libres: "La verdad los hará libres (Jn 8, 32)".

Por eso la Pascua y Pentecostés judíos, obsoletos e ineficaces, han de dejar su lugar a la Pascua de redención y liberación cristianas, y a la promulgación de la ley de la gracia y del Espíritu. Pentecostés: ya no tablas de piedra, ni códigos, ni constituciones, en donde se escriben leyes que no se cumplen, sino programación del corazón, viento inflamado en el fuego del amor divino, norte claro, búsqueda del Reino definitivo.

"Busquen el Reino de Dios y lo demás les será dado por añadidura".

Sería una trágica regresión el que la Iglesia pierda de vista su misión de transmitir el Espíritu de Cristo, predicar la Vida eterna a la cual los hombres son llamados y seguir las huellas de Jesús y de María, combatiendo el pecado que sofoca el Espíritu y alentando el amor y la paz que vienen impetuosamente de la fuente divina, no del mundo. Eso ocurriría si se predica una moral edulcorada, humanoide, masónica, democrático-partidista, llena de impotentes alegatos sociales.

Porque el problema, en todo caso, no es solamente institucional, ni legislativo, ni de ausencia de fuerzas de orden... El fondo de la cuestión no es ni siquiera moral -como continúan afirmando, al menos en sus manifestaciones públicas, gran parte de nuestros obispos-: el fondo del problema es la apostasía, la destitución de Cristo, la ausencia del Espíritu, la rendición frente a los poderes de las falsas libertades y las leyes de piedra con sus objetivos mundanos. Y la única solución, predicar a Cristo y su realeza, vivir del Espíritu, resucitar en nuestra Patria la verdadera Pascua y el Pentecostés cristianos.

Pero todavía estás encerrado en el Cenáculo

Desde 1810, cuando la revolución de Mayo, la ‘intelligenzia' más o menos argentina ha estado tratando de redactar sucesivas constituciones, códigos y leyes; mientras, al mismo tiempo, la infiltración liberal permitía o promovía la demolición de las tradiciones y las costumbres -la fibra que constituye el entramado de las verdaderas naciones-. Como si en la frase escrita de una helada ley pudiera encontrarse la salud nacional. Todavía seguimos con eso. ¿De qué vale una ley, una constitución, una declaración, si atrás no hay un alma, una fuerza espiritual, que le dé envión, que la ponga en práctica?

De allí la importancia de las conmemoraciones como la del 25 de Mayo en las escuelas y en la sociedad en general. El izar de la bandera, el himno, la arenga de la directora, la escarapela prendida al pecho, la marcha de San Lorenzo ¿qué adulto no ha de confesar que abrevó su sentido de Patria más en la emoción de la bandera flameando en el patio de su escuela, en las fanfarrias de los desfiles y en el gallardo trote de los granaderos que en las clases de ‘educación cívica' o ‘cultura ciudadana' o cómo hoy se la llame?

Es lo que ha hecho la pedagogía divina. Ya desde el Antiguo Testamento. Porque no bastaba que al rey, al profeta, al pueblo, Dios les diera sus leyes, sus palabras. Les daba también la fuerza, el ardor, el entusiasmo. Cuando la palabra de Dios llamaba al profeta y ponía Sus palabras en sus labios, al mismo tiempo le daba Su ímpetu, Su brío, Su potencia.

Esa potencia que los antiguos veían reflejada en el soplar del viento, en el rugir de los huracanes, en las lluvias fertilizantes que traían las brisas del Mediterráneo.

Palabra de Dios y Viento, Soplo de Dios. Mensaje y fuerza. Idea e impulso, Sabiduría y poder. Logos y espíritu. Cualquiera de ellos, sin el otro, nada puede hacer.

Pero al AT era solo una preparación. Dios había hablado, sí, al hombre, de muchas maneras –como dice la epístola a los Hebreos- y le había enseñado muchas cosas. De vez en cuando le había dado entusiasmo, espíritu, viento, para cumplirlas. Pero, en Cristo, le da la Palabra definitiva. Jesús es la suprema y definitiva enseñanza del Padre a la humanidad. El es la Palabra, el Logos, la clase, que compendia en si todas las posibles palabras. Él es la Ley que subsume todas las leyes. Ya nada le queda por decirnos: en Cristo todo ha sido dicho.

Pero no basta. Como no basta escuchar la clase, ni promulgar la ordenanza. Has descubierto a Cristo, has oído su palabra, le conoces, pero todavía estás encerrado en el Cenáculo. Es necesario todavía que Él te sople. Es menester que el huracán y la llama se enciendan en tu pecho; que te entusiasmes, que te transformes. Que esa Palabra que resonó afuera, ahora, en el espíritu, te queme adentro.

Y, para eso, el Padre y el Maestro te soplan, no un espíritu cualquiera, un viento momentáneo, un ímpetu que pasa –como en el AT- sino que te soplan Su propio Espíritu: el Espíritu Santo.

Cristiano, no basta que sepas la doctrina, conozcas los mandamientos leas el evangelio. Tienes que avivar en tu pecho el fuego y el viento del Espíritu Santo que has recibido en el Pentecostés de tu bautismo. 

Dios te ha dado la fuerza inmensa de su huracán de Vida. Déjalo soplar. Ahí está encerrado en tu pecho, te ha transformado, motor de cien mil caballos que no sabes aprovechar. Podrías ir más ligero que el viento y, ¡con semejante motor!, vas a un kilómetro por hora.

Me decís que no sentís nada, que no tenés fuerzas para ser verdaderamente cristiano, para erradicar tus vicios, para hacerte santo ¡con semejante motor! El Espíritu Santo. Dejalo actuar.

El es el impetuoso Viento que ha de impulsar la nave de tu combatir cristiano. Allí está, lo tenés, Viento y Fuego.

Pero ¿cómo te empujará si no despliegas las velas y levas el ancla? Levantá el ancla de tu egoísmo, limpiá la rémora de tu pereza, tu soberbia y tu comodidad, y desplegá al viento las velas de tu oración. Porque es la oración la que recoge el ímpetu del Espíritu.

Verás entonces qué fácil y rápido metés tu proa cristiana en este mundo y, mientras te transformas, y transformas a los demás, raudo te encaminarás a aquella costa donde canta eterna la Palabra en la brisa fértil y luminosa de Dios.

De esto se trata nuestro Pentecostés

El mismo espíritu de Dios, el que en la eternidad es incendio de amor mutuo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. El mismo Espíritu de Cristo, aquel que presidió su concepción, le hizo crecer en gracia y sabiduría, lo llevó al desierto, inspiró sus palabras y produjo sus milagros; el mismo que, a través de la Pascua, lo vivificó en la Resurrección, ese Espíritu es el que, después de su ascensión, Cristo envía a su Iglesia, a los suyos, para transformarnos no desde afuera, con instrucciones enseñadas o leídas, sino desde dentro, en atracción y sabor, en lucidez y verdad, en entusiasmo y caridad.

Aquello que antes de la Pascua Jesús enseñaba en la elocuencia de su palabra y en la fuerza de su testimonio, ahora, por el Espíritu Santo, se imprime violento en el corazón de los discípulos como una marca de fuego, como instinto de santidad, como empuje de amor.

Pascua ha sido el comienzo, la liberación de la muerte, el paso del mar Rojo, el pan ázimo de Cebada amasado primaveralmente en la Cruz. Pentecostés es el trigo maduro, la vida que se expande, la ley del amor haciéndose carne en la Iglesia y los cristianos, el verano del fuego que circula por la sangre del hermano de Jesús.

Ahora el esposo es Jesucristo, la novia la Iglesia, la ‘kettubá', el contrato, no las tablas calcáreas de la ley llena de prohibiciones, sino el acicate positivo del espíritu que nos lleva, en el amor, a la oración y a la acción.

Ese espíritu es el que transforma a la humanidad y funda a la Iglesia, el que nos ha hecho hermanos de Jesucristo en el bautismo, el que tenemos que dejar actuar en nuestros corazones para ser verdaderamente de los suyos, el que un día nos despertará en soplo vivificante, cuando más allá de la muerte, resucitemos, espiritualizados, para sumergirnos, en diálogo eterno, en el amor Espíritu Santo, que es la mutua ternura del Padre y del Hijo, y que será la nuestra, en el gozoso convivio eterno de sus santos. 


Fuente:catecismo.com.ar